No se trata de un problema nuevo ni en los tiempos actuales ni en épocas pretéritas. Tenemos que remontarnos a principios del siglo pasado para documentar los primeros síntomas del caos urbanístico que hoy día padecemos. Por aquel entonces, la construcción del puerto, la abolición del penal y el auge del comercio, atrajo a una enorme masa de personas de ciudades peninsulares hacia nuestra ciudad, que demostró no estar preparada para acogerlas. La consecuencia inmediata fue la ocupación desordenada de los espacios libres, principalmente huertas, que quedaban en el centro urbano, ya que la construcción en el Campo Exterior estaba limitada por los militares. Esto dio lugar a un estallido del fenómeno del barraquismo por todo el territorio ceutí. Tuvieron que pasar muchas décadas para erradicar este problema, para lo que fue fundamental la mayor permisividad del ejército a la hora de autorizar la construcción de viviendas en el extrarradio de Ceuta.
Cuando todavía no nos habíamos recuperado de la primera oleada humana que padecimos en Ceuta, -pasando de 13.843 habitantes en 1900 a 24.249 diez años después-, y tras una cierta estabilidad en el incremento poblacional en los años 40 y 50, debido a la crisis de la postguerra civil, sufrimos una nueva llegada masiva de residentes a finales de la década de los cincuenta, motivada en parte por el fin del protectorado español en Marruecos. Muchos de los españoles que salieron del vecino país decidieron instalarse en nuestra ciudad. Y una vez más pilló a las autoridades desprevenidas. En este tiempo se aprobó el llamado Plan Muguruza (1944), el primer plan de ordenación urbana que tuvo Ceuta, aunque apenas tuvo recorrido. Los acontecimientos, como suele suceder con frecuencia, superaron la previsión de los planes y la ciudad se vio una vez más desbordada ante un desproporcionado incremento de la población. El salto poblacional fue espectacular: de 59.936 habitantes contabilizados en 1950, pasamos, -en una década-, a 73.182 (1960).
Los años sesenta fueron los de las promociones públicas de viviendas en el campo exterior. El ayuntamiento de Ceuta, apoyado financieramente por el Ministerio de Vivienda del régimen franquista, y en el marco del Plan Nacional de Vivienda 1960-1976, impulsó la edificación de viviendas sociales como las de Pedro Lamata, General Erquicia, Manzanera, Terrones o Zurrón, los Rosales, etc. Sin embargo, no alcanzó el objetivo de satisfacer toda la demanda de viviendas para las clases menos pudientes, muchos de los cuales optaron por la autoconstrucción en zonas como Hadú o la barriada del Príncipe Alfonso.
Con el fin de la Dictadura en el año 1975 y la instauración de la democracia como forma de gobierno en nuestro país, comienza una etapa de transformación de Ceuta hacia la modernidad. En el año 1981 la población era aproximadamente 70.864 habitantes, lo que constituía un descenso en la cifra de población documentada en 1960. En líneas generales, la segunda mitad del siglo XX es una etapa de estabilidad demográfica. Este hecho, junto con la incorporación de España a la Unión Europea y un nuevo impulso a la construcción de vivienda durante los años 80, permitió que en 1991 el número de barracas se redujera a 250 unidades habitacionales.
Ceuta parece sufrir la misma condena que el mítico Sísifo. Cuando tenemos la impresión, nunca del todo cierta, de tener medio controlado el problema del acceso a la vivienda y el control de las construcciones ilegales, un nuevo pico en el incremento demográfico desborda los planes y las posibilidades reales de una ciudad tan reducida como la nuestra de dar respuesta a la demanda de vivienda y de servicios esenciales a quienes se asientan en nuestra ciudad, de manera legal o ilegal. Arrastrados por una nueva ola humana, y como una maldición que estúpidamente proclamamos en nuestro himno oficial (…cuantos a tus playas llegan encuentran aquí su hogar, y la,la,la), asistimos impasibles al tercer tsunami poblacional que sufre nuestro escaso y frágil territorio. Si se mantiene el tanto por ciento de variación interanual de población de los últimos tres años alcanzaremos, a finales de esta década, la cantidad de 100.000 habitantes. Un auténtico suicido colectivo.
Para absorber la primera oleada de población (1910) y la segunda (mediados de los 50), las administraciones y los promotores privados, no sin dificultad y de manera caótica e improvisada, encontraron espacio para nuevas construcciones en los espacios que quedaban libres en la zona de la Almina y, sobre todo, en el campo exterior. Para esta tercera oleada no queda espacio. De hecho no lo hay ni siquiera para las 83.820 personas que figuran en el padrón municipal, de las cuales 2.300 se han inscrito en el registro de demandantes de viviendas que gestiona EMVICESA. No hay disponibilidad de suelo para vivienda, como tampoco lo hay para la dotación de equipamientos educativos, sanitarios, culturales o deportivos. Queda la posibilidad de recalificar para uso residencial o dotacional algunas de las amplias parcelas que ocupan algunos cuarteles, pero los militares no lo harán si antes no suena el click de la caja registradora. Por si fueran pocos los problemas, la crisis económica ha secado el río de dinero, procedente de la Montaña de las Delicias (Bunyan), que nutría las arcas municipales. Nos enfrentamos, por tanto, ante una nueva bomba demográfica que nos coge sin herramientas para desactivarla. La onda de expansiva de esta explosión poblacional amenaza con llevarse por delante nuestra frágil paz social y la calidad de vida de los ceutíes, por no hablar de otras consecuencias que ni siquiera somos capaces de imaginar.
Tal y como sucede en el mundo de la medicina, si confundimos los síntomas con la propia enfermedad, nunca llegaremos a encontrar el tratamiento adecuado para devolver la salud al enfermo. Ceuta padece la grave enfermedad de la insostenibilidad social, económica y ecológica, y sus síntomas son patentes: construcciones ilegales, vertidos incontrolados, paro, fracaso escolar, marginación social, contaminación acústica, etc… Siguiendo este símil, el mal de la insostenibilidad no surge como consecuencia de un accidente puntual, sino de una progresiva superación de la capacidad de carga del ecosistema local y de unos inadecuados hábitos, entre ellos el incumplimiento reiterado de las leyes y, por encima de todo, las carencias en educación cívica de un sector de la población. Hace más dos milenios, Platón transmitió la idea de que “cuanta mayor importancia se concede a la educación y a la tradición oral, menos es la constricción mecánica y externa de la ley sobre los pormenores de la vida” (Jaeger,1957:89). La falta de civismo, en cuestiones como la proliferación de las construcciones ilegales, tiene que ser corregida desde la vigilancia en el estricto cumplimiento de la legislación urbanística. No hay excusas que valgan. Si las leyes son ineficaces, cámbienlas. Y si faltan medios humanos y económicos, dótense.
A los ciudadanos, tal y como apunta Tzvetan Todorov en su último libro, “los enemigos íntimos de la democracia”, conviene recordarles que “la primera exigencia para todos los habitantes de un país, tanto si han nacido en él como si proceden de otro, es que respeten las leyes y las instituciones, y por lo tanto que asuman el contrato social que lo fundamenta”. Para los que no respeten este principio básico sólo cabe la sanción legal correspondiente y el repudio colectivo. Las reglas son claras. Cúmplanse.
(*) Artículo escrito por la asociación para clarificar un asunto de actualidad como es la vinculación entre las construcciones ilegales y el nivel poblacional en Ceuta con el incremento de los empadronamientos en la ciudad.