Ese es el propósito que a mi juicio deben ser capaces de lograr los políticos en esta alocada campaña electoral que ayer, finalmente, comenzó de forma oficial. Ilusionarnos. Tan sencillo como eso. Ilusionar a esas miles de familias a las que les cuesta ver un futuro, ilusionar a un país que vive sus días machacado por los mismos términos: crisis, recortes, ERE. Palabras feas, palabras que esconden dramas y palabras que cobran fuerza en una campaña en la que los ciudadanos sólo queremos escuchar una respuesta a cómo vamos a salir de esto. Todos los debates paralelos sobran. Ninguno de los partidos que luchan por una representación en el Gobierno tiene que inventar un programa complicado, ni tiene que perfilar unos mensajes rebuscados, sencillamente deben ser capaces de ilusionar a un personal que ha aprendido a no creer en la clase política a base de palos.
Los partidos comienzan una campaña con errores de bulto. Se enfrentan entre ellos creyendo que tienen en el otro a su peor enemigo. No es así, el enemigo precisamente a batir es la abstención y a intentar frenarla es a lo que se tienen que dedicar los partidos que se han enfrascado en una pelea a muerte entre ellos dando por hecho que la gente tiene el ánimo suficiente como para salir un 20-N de sus casas para depositar un voto con el que cree que va a contribuir a conformar un sistema que va a sacar al país de donde está.
Calar en el ciudadano este pensamiento es complicado, y en eso deberían estar los partidos. No sucede así, sus miras se centran en el interés particular o, mejor dicho, partidista; en el interés de obtener el mayor provecho para el partido confiando en que la ciudadanía siga creyendo en unos mensajes que cuando los dijeron unos eran puras mentiras y cuando los dijeron otros eran meros intereses.
Ayer noche, con la tradicional pegada de carteles, los partidos dieron el particular pistoletazo de salida a unas jornadas de citas, de convocatorias, de ruedas de prensa, de comunicados, de entrevistas y de réplicas que llegan en un momento de pasotismo, de indignación social, de protesta ciudadana producto del hartazgo, de extremos, de situaciones de desesperanza.
El ciudadano no quiere sectas, rechaza los discursos de esos oradores que parecen tener en sus manos la verdad absoluta, no confía en promesas que nacen cojas. El ciudadano quiere soluciones, quiere recuperar su normalidad, quiere que los bancos sean bancos y que el dinero valga lo que tiene que valer. Quiere, en definitiva, recuperar la esperanza que los mismos que hoy nos prometen un mundo mejor un día nos la arrebataron. El 20-N tiene una dura batalla: recuperarnos.