Tiempo amargo. La profundidad y persistencia de una crisis económica psicológicamente inasible está amenazando muy seriamente el modelo de sociedad occidental, auspiciado por la preeminencia de los valores democráticos. La ciudadanía asiste petrificada, perpleja e impotente al desmoronamiento de un conjunto de ideas y principios que parecían blindados. La igualdad y la solidaridad, otrora motores del desarrollo social, se empiezan a percibir como inoportunas reliquias del pasado. El concepto pretendidamente axiomático de soberanía popular se ha desvanecido vertiginosamente, mostrando descarnadamente el sometimiento de la voluntad política al poder del capital. En esta fase de dramática involución, la derecha, genuina expresión política del poder económico, se erige como indubitada referencia cultural. La imposición de la ideología denominada neoliberal se antoja imparable a corto plazo. La izquierda social se sabe derrotada y a duras penas es capaz de mantener una resistencia puramente testimonial. El PSOE, devenido en un extraño híbrido entre izquierda sentimental y derecha funcional, se ha decantado por su vertiente más pragmática, enrolándose definitivamente con los aliados del capital.
En este contexto, los españoles hemos sido testigos amordazados de un cambio constitucional que supone un recorte drástico de la capacidad del estado para desplegar políticas sociales. Una vieja aspiración de la derecha, que ya consta con letras de oro en el frontispicio del máximo rango legal.
Esta operación de injusto embargo generacional, perpetrado con ruindad y alevosía por PSOE y PP, carece por completo de legitimidad democrática. Los diputados de ambos partidos han sido elegidos por los ciudadanos en virtud de un compromiso programático que representa el vínculo de legitimidad entre representante y representado. En ninguno de los dos programas electorales figura una propuesta de esta naturaleza. No están mandatados para hacer lo que han hecho.
Por otro lado, el irracional rechazo a la celebración de un refrendo popular, no hace más que abundar en el abultado déficit de calidad democrática que aqueja a nuestro sistema político. Las incipientes ansias de regeneración que pretendían aproximar la política a la ciudadanía han quedado súbitamente sepultadas. En un incruento golpe de mano, los dos partidos que acaparan el poder han enviado a la sociedad un mensaje nítido: mandan los partidos, no los ciudadanos. Un dato para la reflexión: ningún ciudadano español menor de cincuenta años ha tenido la oportunidad de pronunciarse sobre la Constitución que regula nuestro modelo de convivencia.
Si descendemos al fondo de la cuestión, la desazón es aún mayor. La deuda y el déficit son instrumentos de política económica. Como tales no son en sí mismos ni buenos ni malos, sino que dependen del uso que se haga de ellos. Empleados con inteligencia y sensatez, son mecanismos extraordinariamente eficientes en orden a impulsar el progreso, incentivando el crecimiento económico y promoviendo políticas sociales. Es cierto que utilizados de manera abusiva, errática o desnaturalizada pueden ser muy dañinos; pero lo que se debe hacer en estos casos es sancionar al responsable del mal uso, y no sacrificar el instrumento. Si de verdad la finalidad de esta iniciativa era infundir confianza a las instituciones europeas y a los inversores, lo más eficaz hubiera sido la dimisión en masa de quienes han ocasionada el déficit sin control y la deuda sin límite. No casualmente, son los líderes del PP y el PSOE. Es un sarcasmo intelectualmente insoportable que sean precisamente quienes han desbocado la deuda y el déficit los que pretendan convencernos de la importancia de su restricción. Porque PP y PSOE han gobernado el país durante treinta años, y casi todas las comunidades en el igual periodo. Bastaba con que ellos mismos se hubieran aplicado la receta que ahora predican.
Produce vergüenza ajena oír a Juan Vivas pregonar las excelencias de la estabilidad presupuestaria después de haber llevado caprichosamente a Ceuta a ser la Ciudad más endeudada de España (la deuda por habitante dobla a la segunda, que es Madrid). Ha endeudado a los ceutíes en más de sesenta millones (se avecinan quince más) para financiar una obra que valía veinticuatro (Manzana del Revellín); en más de veinte millones para financiar un club futbol, en más de treinta millones para construir un edificio universitario a pesar de contar con uno en buen estado… la lista no tiene fin.
A partir de la entrada en vigor de este nuevo precepto constitucional, apoyado fervientemente por el Gobierno de Ceuta, el Estado dispondrá de menos recursos para atender sus necesidades. Conviene recordar, por lo que pueda suceder en el futuro, que entre ellas se cuentan algunas relacionadas muy directamente con nuestra Ciudad: el plus de residencia, las bonificaciones al transporte marítimo, las bonificaciones a la seguridad social, las bonificaciones fiscales, la compensación del IPSI, los programas de inmigración… Nunca se pudo soplar y sorber simultáneamente.