Decía un gran escritor inglés que la esencia de la política era el compromiso. No puedo estar más de acuerdo. Es el compromiso con las ideas lo que hace factible el desarrollo de un proyecto político, sustancia las mismas en acciones y acaba conformando sistemas sociales con periodos de estabilidad democrática casi definitivos. Compromiso e ideas, un binomio que debe estar por encima de las personas, personalismos y demás conjugaciones que nos permite y tienta el ego. Por el contrario, en ausencia de compromiso nos hallamos ante configuraciones artificiales, sustentadas por todo tipo de intereses espurios llamados a mantener firme construcciones político-sociales gobernadas por élites aún más deplorables que la propia idea en sí misma. En nuestra ciudad las redes clientelares, tejidas al único efecto de proteger y mantener la actual oligarquía local, alcanzan niveles inimaginables, y los resultados, desgraciadamente, están adulterando la esencia misma de la democracia participativa. Prueba de ello son las elecciones municipales.
El voto se ha convertido en la moneda de cambio, en la obediencia, en la recaudación, en el miedo, el castigo y la recompensa, y marca la diferencia entre la cobertura y la más absoluta marginalidad.
En consecuencia, perdemos libertad, capacidad de decisión, gobierno y soberanía. El famoso “qué hay de lo mío” no representa una mera anécdota semi-graciosa, nada más lejos de la realidad, representa y encarna con una milimétrica precisión en qué han convertido los poderosos la política ceutí.
Todo está en venta. No es de extrañar pues que los españoles concibamos como problema a la clase política. Si es que esta no está a la altura, y además más allá del interés general se obceca en mantenerse en el poder aún a expensas de alterar las reglas del juego deformando por completo todo el sistema. No es representación, es un ejercicio patrimonialista del voto y de las voluntades, el uso de las necesidades y aprovechamiento del miedo a estar fuera de juego. Se acaba con la dialéctica, con la lucha de ideas en la arena política y se desciende al quién da más.
Nos empobrecen como sujetos sociales a costa de nuestras propias necesidades y/o debilidades. Es lo más deleznable que se puede hacer, y se está haciendo con descaro, donde el partido en el Gobierno alardea precisamente de su poder y de su capacidad de mejorar las cosas (tus cosas, no “nuestras cosas”) de acuerdo a esa obediencia interesada. Y mientras tanto, andan alardeando de sus vestimentas y criticando cual cortesanos y cortesanas se tratase la indumentaria del adversario, asuntos de una gran relevancia. Hacen de la que, humildemente, considero la mejor profesión, que es la de servir al pueblo, una tarea indigna dado que se está más pendiente del espejo, de las cámaras y de la erótica que envuelve a ese otro mundo paralelo al de la política. Eso de sentirse en armonía con el mundo pasa a un segundo plano.
En ese nivel se manejan a gusto. Ausencia de crítica, disolución del compromiso en una mezcla de miedo y beneficio propio, relegando a los ciudadanos a meros espectadores anestesiados por una clara ausencia de opinión pública democrática a la que contribuyen escribanos y mercenarios de la tinta y el papel. Se aprovechan de las necesidades de los gobernados y no solucionan sus problemas si estos no suponen una incomodidad para su gobierno.
No nos gobiernan, simplemente se retroalimentan a base de indignidades.