Acompañado de la mejor campaña mediática nunca conocida, Obama comparecía para dar la noticia más esperada: Osama Bin Laden había caído. Aunque no hemos visto el cadáver y acostumbrados a que nos lo vendan mil veces muerto, hasta con montajes fotográficos incluidos, desde todos los frentes se celebró una noticia que todos quieren creer. Sinceramente aunque demos lugar a decenas de debates sobre la veracidad de la información, todos nos unimos en esto de creer lo que nos cuentan sin exigir pruebas, comenzando en cada país y en cada ciudad la cascada esperada de reacciones. Muerto Bin Laden, tiempo ha caído Sadam y con un Gadafi en eterna agonía, los países demócratas viven creyéndose sus propias historias, erigiéndose en ganadores del hundimiento de esas dictaduras que ellos mismos han auspiciado y fortalecido, cuando el poder de las armas o el petroleo así lo requerían. Ahora vivimos momentos de cambios, de evoluciones, de mejoras, de críticas sociales y caídas de dictadores. Y ante esto las grandes fuerzas no tienen más que servir resultados. Y eso es lo que ha hecho Obama, cubrir las ilusiones de millones de personas que esperaban que se les ofreciera la caída del gran criminal aunque la misma se haya ofrecido sin pruebas reales por delante. Pero nos lo vamos a creer. Igual ya lo habían matado hace tiempo o igual había muerto sin que nadie se enterara, pero ahora los grandes lo publicitan y cubren con matrícula de honor el vacío dejado.
Y ustedes, como yo, hoy hablamos de la muerte de Bin Laden aunque en el fondo sepamos que el terrorismo sigue ahí, que las consecuencias nadie las frena y que incluso quienes tomaron el testigo del más buscado son aún más criminales que el primero. Han matado un símbolo pero no han matado el terrorismo.