Cada día me cuesta más entender a quien estando cómodamente en su casa cogen su equipo y como de ir a comprar tabaco se tratara se marchan a intentar escalar el K2. Para quien no lo sepa, como yo hace dos días, es una montaña helada con más de 8000 metros. Esos que en muchas ocasiones terminan cuando menos con varios dedos amputados o algo peor. Aplicado a mi persona seguramente una vez alcanzada la cima me preguntaría: ¿qué carajo hago yo a aquí arriba?
Supongo que cuando pasa uno cierta edad esos acontecimientos se limitan a un mero reportaje de televisión que te ayuda, como si de un somnífero se tratara, a echar una cómoda siestecita en tu sofá; siempre y cuando no prefieras despertarte sobresaltado por los gritos de algún programa sucedáneo del “tomate”, escupidos por los que acuden de forma rapaz y carroñera a la caza del famosillo de turno.
Para los que hemos perdido la afición a lo metafísico y preferimos cosas del más acá, todavía encontramos situaciones que nos sorprenden y nos llenan de esperanza sobre el género humano. Recuerdo del año pasado a tres luchadores –si he dicho luchadores- a los que observaba desde un banco del jardín de la UNED, mientras me peleaba con un libro que me aburría profundamente. Uno un señor jubilado con 70 años que empezaba aquel año una carrera universitaria, y que supongo que para él recordar algunos farragosos textos debía de ser como las dudas que te deben asaltar cuando te encuentras en mitad de la escalada de una helada montaña. Otra una chica con parálisis cerebral que caminaba a duras penas hacia su aula, supongo que sería para ella como encaramarse a la más escarpada vertiente. O a una compañera servia que llegaba a la tutoría que teníamos ese día y que siempre me hacía pensar: si normalmente me salen mal los exámenes en mi idioma, en serbio serían una mala versión del gran Mariano Ozores. Por todos ellos, para demostrarles mi admiración y respeto, al más puro estilo de la última peli de romanos que vi: ¡Gladiadores, yo os saludo!