Recientemente pudimos ver en la televisión pública la llegada y acogida por la Cruz Roja de la patera de turno a las costas españolas. Ya no es como antes cuando la imagen iba acompañada de la lectura de los beneficios que nos iba aportar la inmigración y que la diversidad es enriquecedora y que los españoles habíamos sido un pueblo de inmigrantes y demás chorradas por el estilo, para que el ingenuo ciudadano mordiera el anzuelo y no se soliviantara ante la invasión que tenía lugar delante de sus mismas narices. Ahora, sólo mantienen las imágenes el tiempo necesario, tan sólo segundos, sin aparato narrativo ni opinión, para que así pase lo más desapercibida posible, pues no está el horno para bollos inmigratorios. De todas maneras, acerté a ver a un inmigrante ilegal recién llegado, recién subido de la patera, aún mojado, sentado y envuelto en una manta hablando por un teléfono móvil. La escena, en verdad, no sólo me llamó la atención, sino que, en cierto modo, me alarmó. ¡Un individuo recién ‘pescado’ de las aguas, que ha arriesgado su vida en el mar y lo primero que hace es hacer una llamada de teléfono! ¡Ummm! Todo muy sospechoso. Presumo que ese tipo, como muchos miles de otros como él, estaría llamando a algunos compinches, que aún permanecen en la orilla africana, para decirle ¡sin novedad, que salga la siguiente patera!
En la actitud de esta inmigración subyace una voluntad invasora. No se oculta a estas alturas que de lo que se trata es de una invasión en toda regla. Para ello cuenta con la estupidez de la clase política española y de la actitud pasiva de la sociedad que no es capaz de percibir el peligro de esta invasión. Nos hemos dotado de unas leyes que más pronto que tarde provocarán nuestra ruina como sociedad, cuyos pilares descansan en el pensamiento griego, el derecho romano, las raíces judeo-cristianas y en la Ilustración. La identidad reside en el pueblo y los Estados son los llamados a defender esa identidad y no pueden arrogarse el prurito de suplantarla y mucho menos destruirla. Este hecho está teniendo lugar en ciertos lugares de España –con la bendición del Gobierno socialista– en los que se han asentado grupos de inmigrantes, casi todos ilegales, que están borrando la identidad de esos lugares y sustituyéndola por sus prácticas religiosas, culturales y costumbristas de caracteres medievales. Cinco millones de extranjeros en una comunidad de 40 es un fenómeno peligroso, pero si ese fenómeno ha ocurrido en menos de diez años, adquiere, entonces, el carácter dramático de invasión. Esta actitud excesivamente generosa con estos inmigrantes esta disolviendo España.
Repatriación. Esa es la solución. Hay que enviar a sus países de origen a los que están entrando ilegalmente, a los que han perdido sus empleos y no pueden renovar sus tarjetas de residencia, a los MENA y a los delincuentes. Nuestra deteriorada economía no puede mantener este lastre. No en balde el gasto en concepto de inmigración es similar al gasto en concepto de sueldos de los funcionarios.
Mientras, el ciudadano español está tan cloroformizado y tan atontado que no se da cuenta de lo que se le ha metido por las puertas, en sus propias narices. Es más, celebra que los tribunales sentencien a favor de los inmigrantes ilegales –como ha sucedido con los subsaharianos de Ceuta– para que no se les pueda repatriar. Una de dos: o esos ciudadanos son unos ingenuos, o se hallan a buen recaudo de las tropelías de los inmigrantes. ¿Estúpidos, tal vez? Lo cierto es que no hay mayor ciego que el que no quiere ver.