Hace unos días Juan Jose Millas decía en una de esas tertulias renovadas que la prensa estaba actualmente politizada.
Al decir tertulias renovadas me refiero a la escenografía cool que luce la cadena pública con sus nuevos platós, desgraciadamente en franjas horarias poco seguidas por el público.
Además de Millas, otros eruditos de las letras y el periodismo secundaban el titular del escritor rodeados de una blancura minimalista, casi fantasmal.
Al referirse a prensa politizada quería decir que todo el mundo habla en sus artículos de política. No sólo los periodistas especializados, también los colaboradores y los escritores invitados para dar empaque a las primeras páginas de los periódicos, o a las aperturas de los suplementos con la gracia de su pluma o teclado, como prefieran. Y en cierto sentido tenía razón.
La labor del escritor queda un tanto desvirtuada. Puesto que el escritor inventa, narra, cuenta cuentos o historias, crea vidas con menor o mayor fortuna, pero básicamente aspira a hacer soñar al lector. Sin embargo, la calidad de sus párrafos se hipoteca con pareceres personales sobre las divagaciones del gobierno, de la oposición, del recorrido de Europa, de los últimos daños colaterales producidos por la crisis. No hay literatura en la prensa. No hay espacio para una historia, a nadie parece interesar cinco minutos de inventiva. Por consiguiente el escritor, extrapolando el debate, se ve relegado a la opinión, siempre política, naturalmente.
Cuando yo acudí por primera vez a visitar a un escritor ni siquiera había terminado la EGB. Aquel hombre me abrió la puerta y desde su altura, a través de sus gafas que recuerdo sin montura, no sé si estoy en lo cierto, me miró detenidamente pensando que me había equivocado de puerta. Un perro de pelo marrón, rizado, enorme a mis ojos, salió a mi encuentro ladrando ferozmente, acentuando mis nervios. Nunca simpatizamos este perro y yo.
Juan Díaz Fernández no daba crédito a mis aspiraciones pero aún así me condujo a través de un largo pasillo al santo sanctórum donde tecleaba, por aquel entonces en una máquina de escribir, sus historias. Seguido por el perrazo me vi rodeado de lo que sin duda era el ambiente de un escritor. Librerías acariciando el techo, rebosantes de libros. De entre todos ellos escogió uno. Me lo prestó. A cambio se quedó con mi carpeta de vanos relatos y me emplazó cuando acabara de leer aquel libro.
Nos sorprendimos mutuamente. Porque yo acabé aquel libro muchísimo antes de lo esperado y él había leído y corregido con rotulador rojo hiriente todos mis relatos.
Y ahí comenzó una extraña relación maestro discípulo conducida por los trazos rojos en mis folios blancos, nada minimalistas, el término cool no existía.
No recuerdo como nos separamos. Ni cual fue el último libro que me prestó, ni cual fue el último relato que me corrigió.
Desde luego aprendí de él dos cosas importantes. Corregir, corregir, corregir hasta la extenuación y a no separarme nunca de un rotulador rojo. Y esas cosas, junto con sus historias, sus relatos breves, probablemente era a lo que Millas se refería, a la esencia de la escritura.
Actualmente es inevitable comenzar hablando de los abucheos a Rodríguez Zapatero o su personaje antagónico. De Vivas y los aspirantes al trono, o de ese cuadro que nadie entiende por qué ha sido comprado y considerado patrimonio de la ciudad. A lo peor, quizás a lo mejor, según se mire, es inevitable hablar de los cuernos por antonomasia. Me refiero a los de Belén, la princesa del pueblo. De ese mil eurista que entona el mea culpa aspirando conquistar los torreones más altos de San Blas. Indagar en los Malayos, presuntos, presuntos, presuntos delincuentes, en los vahídos de una cantante agarrada al micrófono, dramática, dramática como la letra de una copla. Es ineludible abrir un periódico salpicado de dolor, de desencuentros fronterizos, de hombres enterrados vivos durante dos meses, en fin, realidad.
Quizás los escritores de antes no necesitaban hablar de política en las páginas de los diarios, mucho menos de princesas sin sangre azul. Probablemente si mi carpeta de relatos hubiera girado en torno a estos personajes, Díaz Fernández no se hubiera molestado en despojar el capuchón del boli.
A mí se me antoja, es mi punto de vista, que toda la actualidad que nos rodea supera la ficción y en ocasiones no es que vea muertos, es que ya no quedan manos firmes para tachar de rojo según qué cosas.
Además, la escritura como profesión carece del romanticismo de antaño. La mayoría de las letras están basadas previamente en cifras. Y los números y las cifras, cuando casan, guardan cierta similitud con el número premiado de la lotería. Los periódicos no necesitan publicar cuentos porque la rutina está llena de personajes épicos, inalcanzables, imborrables con tinta roja.