Cuardiola, hijo del estilo de la Masía, y Mourinho, la ambición personificada, se reencuentran tras los dos partidos en la fase de grupos que demostraron la evidente superioridad de los culés. El catalán busca su segunda final consecutiva, aquella con la que igualaría el récord del Manchester United, primer equipo en llegar a dos finales consecutivas en la historia del nuevo formato de la máxima competición europea, y la cual le cedería la oportunidad de ser el primero en ganarlas. El luso, erguido con pose petulante como es costumbre en él, no puede reprimir su deseo de romper con la maldición que le impidió conducir a un excelente Chelsea hasta el trono y el cetro europeos.
Las semifinales se presentan en un momento idóneo para el FC Barcelona, que acaba de recibir una inyección de confianza y optimismo gracias a la victoria sobre su eterno rival. En la otra cara de la moneda aguarda un Inter de Milán que tiene que lidiar con el letal ascenso en la punta superior de la clasificación liguera de la advenediza Roma. Al equipo italiano le queda como consuelo su desembarco en la final de la copa italiana y el espejismo de que, hoy por hoy, aspira a conquistar tres títulos.
A pesar de sus múltiples oportunidades para salir coronado en alguna competición, los interistas han ido perdiendo galones durante la campaña actual. En lugar de mostrarse fuertes con Mourinho en el Calcio, no hacen más que emborronar el sistema de juego que legó Mancini, que si bien no era fresco, iba más allá de la petrificación estratégica que ha propuesto y ejecutado el entrenador portugués. Para comprobar el estado del equipo, el primer año de su estancia en Milán Mourinho se dejó arrastrar por el legado de Mancini, imponiendo finalmente su sistema, basado en la destrucción del juego del rival para, a partir de ese punto, poner en práctica el suyo propio. Esto conlleva graves dificultades cuando se lucha contra un equipo que también se dedica a destruir el mínimo dinamismo que pueda existir, por lo que la pugna en la liga italiana se ha ido convirtiendo progresivamente en un auténtico martirio para el Inter de Milán. Pese a tener peores jugadores, el antiguo entrenador de Zanetti y compañía, Roberto Mancini, inculcaba el equilibrio entre una defensa menos destructiva y más móvil, y cierta libertad en los vuelcos ofensivos; ambos concepciones han sido erradicas por José Mourinho, que prefiere decantarse por una destrucción defensiva total apoyando el ataque en el oportunismo de sus delanteros.
Aunque pueda parecer que este juego de destrucción permanente es propicio contra el Barcelona de Xavi, la realidad es que precisamente el equipo azulgrana posee el antídoto contra las tácticas anti-futbolísticas interistas: velocidad y precisión. La velocidad con balón y sin balón que impide que las defensas rivales puedan arrasar el centro del campo barcelonista sin provocar faltas de peligrosa penalización al llegar tarde a quien hace unas milésimas de segundo poseía el balón. A su vez, el movimiento de los jugadores claves del Barcelona y su velocidad no tendrán serios problemas para desatascar la defensa contraria, abriéndola al amagar desmarques simultáneos. Por su parte, la precisión explota el factor sorpresa, el impulso de la velocidad y la disminución de la pérdida de tiempo que puede servir al rival para recomponer el cerro defensivo.
Si tuviéramos que tomar un referente que haya competido con seriedad ante el Barcelona en un espacio de tiempo corto, ese equipo es sin duda el Chelsea que comandó el otrora campeón del mundo Luiz Felipe Scolari. Para descanso de los culés, este Inter es menos equipo que aquel Chelsea, no sólo por plantilla (tres o cuatro escalones por encima de la del conjunto italiano) sino también por juego táctico. El equipo de Londres supo conjugar una intensidad defensiva rocosa, a medio camino entre la destrucción y la contención, con un criterio ofensivo que acertó en todo menos en el último paso, el más importante de todos: el de marcar. Actualmente, observar un planteamiento de Mourinho centrado en una estrategia defensiva que no sea la puramente destructiva condimentada por una proyección ofensiva descarada parece imposible aun cuando el rival que tendrán en frente será más fácil de descuajar que la pasada temporada.
El Inter de Milán se equivocará si, en labores defensivas, se dedica única y exclusivamente a destruir, pues los jugadores culés han aprendido a repeler cualquier clase de intimidación. La manera más efectiva de dañar de muerte al centro del campo culé y, por tanto, al Barcelona, pasa por la anticipación de los centrocampistas a los que Mourinho encomiende el control de la creatividad del equipo contrario. Si se prevén las recepciones a Xavi y se cierran todos los caminos por los que pueda recibir la pelota, el Barcelona tendrá que encomendarse a alguna genialidad esporádica de Leo Messi, difícil si la sincronía defensiva del Inter empieza por el orden, pasa por la destrucción y acaba en la contención.
El Barcelona tiene todas las de vencer, si bien es cierto que dentro de un rectángulo de juego puede pasar de todo. Me remito al año pasado, a la vuelta de las semifinales que enfrentaba a Chelsea y Barça en el campo del primero, Stamford Bridge. Los blues de Scolari merecieron hacerse un hueco en la final de Roma por las numerosas oportunidades de gol que construyeron respaldas por una espectacular labor defensiva. Pero el fútbol no se apiadó de ellos. Tom Henning Ovrebo, un árbitro noruego que pasaba por allí, puso fin a su correría con un arbitraje que se tardará mucho tiempo en olvidar. De esta manera el FC Barcelona llegó a la final de Roma y venció al Manchester United, proclamándose campeón con la justicia y la honra (sin exceptuamos aquel desastroso arbitraje) merecida. Así es el fútbol.