El siglo XIX fue un tiempo especialmente duro para los españoles. Comenzó con una guerra de exterminio, la del francés, que acabó con la vida de medio millón de españoles sobre una población total de tan solo diez millones, y terminó con el desastre del 98 que no solo supuso el final de una forma centenaria de identidad colectiva, también de miles de vidas. Entre estos dos conflictos con potencias extranjeras, varias guerras civiles, desde las de emancipación americana con cientos de miles de muertos de ambos bandos, a las tres guerras civiles (las carlistadas) con más de doscientos mil muertos, pasando por la guerra cantonal en plena descomposición de la primera República o las de liberación cubana. Por el contrario, en el siglo XX padecimos menos conflictos, los coloniales africanos y la guerra civil del 36-39. Sin embargo muchos, de forma interesada, siguen viviendo su presente sobre el siglo pasado, un pasado mitificado y falso como las películas de cartón piedra de aquella CIFESA de los albores del franquismo.
Del último, por ahora, debate de investidura me quedo con la imagen del un chaval de la facción separatista catalana vistiendo un traje negro mussoliniano en la tribuna de oradores largando sobre Yagüe, la matanza de Badajoz y la cuneta del pobre Lorca. Ochenta años después de los sucesos, la izquierda y los separatistas siguen sacando a relucir la sangre civil. Por supuesto su versión de lo sucedido tiene unas finalidades claras: enmascarar el fracaso real de la izquierda y el cariz totalitario del separatismo, legitimar su actuación presente y dotarse de una superioridad moral que les permita acallar el discurso liberal o conservador. El homenaje que las munícipes ceutíes han dedicado al último alcalde del periodo republicano resulta la prueba evidente de esa forma rentista de vivir de un pasado mítico. Dado que ha sido el partido Popular quien, gobernando en mayoría, ha aceptado la propuesta de los socialistas de recordar el fusilamiento de Sánchez Prado, la reacción no se ha hecho esperar. Se ha criticado profusamente tal iniciativa precisamente por aquellos que en teoría apoyaban el reconocimiento, es decir por esa izquierda que sigue viviendo del frentismo. No pueden admitir que un partido de derechas haga tal acto porque esto rompe el esquema de víctimas y verdugos, de legitimados e ilegítimos que desde el infausto Zapatero vive la izquierda de este país. ¿Cómo permitir que la derecha, ya sea con carácter sincero o por hacérselo perdonar, nos desmonte el tinglado? Lo cierto es que destacar el carácter humanitario del último alcalde del periodo republicano ha sido lo más acertado, ya que, aunque a algunos les pese, Sánchez fue un hombre de izquierdas de su tiempo y por lo tanto escasamente democrático, que se fue radicalizando hasta militar en el Partido Comunista y que entendía la republica como un medio y no como un fin en sí misma llegando a aceptar el cargo de alcalde a sabiendas de que lo hacía de forma ilegal. Historia y mito no suelen coincidir.
Durante las cortes republicanas se debatió sobre la forma de gobierno, el encaje regional, la situación de la mujer, la cuestión religiosa, los conflictos de clase, los problemas del agro y de los sin tierra, las carencias en educación, de todo esto y de muchos de los problemas políticos, sociales y económicos que sufría el país en ese tiempo, de lo que no hablaron, ni se echaron en cara unos a otros, fue de la caída de Isabel II y de la Revolución Gloriosa, probablemente porque había sucedido ochenta años atrás y pertenecía a un lejano pasado.