La lucha contra la violencia de género corre el peligro de devenir en un “lugar común” condenada a la más absoluta irrelevancia. Ahora todo el mundo está (aparentemente) contra la violencia de género, participa en infinidad de actividades de toda clase y condición, muestra públicamente su condolencia con las víctimas y secunda con entusiasmo pronunciamientos políticos y enfervorizados llamamientos a la unidad. Se ha ido construyendo un amplio espacio de consenso en torno a este asunto, que proporciona un confort generalizado. Está de moda.
En realidad, estamos ante una auténtica tragedia. Porque el precio de esta falsa unanimidad ha sido renunciar, de hecho, a la lucha contra la causa última de la violencia de género. La violencia de género no es un fenómeno social independiente con razón de ser propia, sino un síntoma de algo mucho más profundo y extendido: la concepción machista de la sociedad. Si no anudamos la lucha contra la violencia de género a la superación del machismo como una estructura de poder transversal, nos estamos limitando a emitir un lamento tan hipócrita como inútil.
La violencia de género no es el fruto de conductas desviadas, relaciones tormentosas o contextos privados determinados. Es la expresión más brutal de un modo de entender la articulación de la vida en comunidad de la especie humana, en el que la mujer tiene asignado un papel subordinado. Superar esta realidad es una tarea titánica en la que la humanidad tardará no menos de quinientos años (así llevamos no menos de dos mil quinientos). Es una lucha muy dura que hay que librar con paciencia y perseverancia, siendo conscientes que cada persona (en su corta vida) sólo podrá apreciar algún avance insignificante; pero que es un desafío que no podemos eludir por ser, quizá, el más noble de cuantos nos ha tocado asumir.
Resulta muy cómodo, y sencillo, disociar la lucha contra la violencia de género y la lucha contra la concepción machista de la sociedad, y a partir de ahí mostrarse activo contra los llamados “delitos de odio”. Sentirse horrorizado por un crimen y pedir que “se haga algo”, siempre apelando a cambios legislativos (inútiles) o medidas policiales (absolutamente ineficaces), está al alcance de cualquiera. Otra cosa muy diferente es asumir un compromiso (extremadamente complicado) de lucha contra el machismo en toda su dimensión.
Es incoherente declararse militante activo contra la violencia de género y apoyar una constitución que impide a las mujeres ser Jefas de Estado. Es incoherente ponerse un lazo morado y profesar una religión en la que a la mujer le está prohibido celebrar sus oficios. Es incoherente suscribir proclamas contra los crímenes machistas, y defender un sistema productivo que somete a la mujer a una doble explotación. Es incoherente portar una pancarta condenando un asesinato machista y apoyar una ley educativa que permite la “separación en las aulas de niños y niñas”. Es incoherente aplaudir manifiestos denostando la violencia de género y tolerar (y jalear) el tratamiento que recibe la mujer en el mundo de la publicidad empresarial. Podríamos seguir así indefinidamente. Son legión quienes con su conducta cotidiana consolidan y fortalecen la concepción machista de la sociedad; pero luego se lamenta de sus consecuencias.
Hemos convertido la lucha contra la violencia de género en un gigantesco fesival de cinismo colectivo. Es un tremendo error pensar que existe consenso en torno a la lucha contra la violencia de género. Existe unanimidad en la pena que provocan sus víctimas, pero esa es otra cuestión. Sería preferible menos unanimidad y más compromiso sincero para cambiar las estructuras de poder.