Quiera que Vicente Jiménez Cubells, mi compañero de Instituto y de don Manuel Morales -nuestro profesor de matemáticas, física y química-, nos adjuntó un correo con una descripción acerca de aquella bajada de acceso a la playa del Chorrillo. Y la verdad, me conmovió sobremanera que Vicente, persona pragmática y cercana a la realidad de las cosas, se diera ese lujo de prosa poética acometiendo un relato con tan bellas expresiones, que pareciera que el mismísimo poeta de Moguer, Juan Ramón Jiménez -por aquello de la genealogía familiar de los apellidos-, le hubiese enviado su propia musa para que le entregara un ramillete de rosas perfumadas con los mejores versos por escribir…
Sin embargo, Vicente, en un rasgo que le honra, nos apuntó que esa descripción de las escaleras del Chorrillo, la había cogido, para expresar sus sentimientos, de las páginas de otro muchacho de Ceuta, que gustaba de escribir acerca de estas nostalgias de la ciudad, y que tengo a bien apuntar, que es un viejo conocido y vecino del barrio del Callejón del Asilo -Emilio Pérez Delgado*, poeta y escritor magnifico de temas costumbristas de nuestra ciudad, que ya inició su viaje a la eternidad- de temas que cada vez me sorprende más, pues si de aquella fue un callejón arrabal de pescadores; ahora, con el tiempo, pareciera que la literatura dejó allí sus alforjas y se ha convertido en cunas de escritores, pues ya sé de cinco o seis antiguos vecinos que no cejan en su empeño de dejar en la memoria de los hombres el frescor de sus versos, sus relatos, sus hazañas o las palabras atribuladas que nacen de la inquietud viajera de su imaginación…
Bien, y como lo acontecido no me dejó indiferente, he decidido acercarme también a esas escaleras de nuestra playa del Chorrillo que, en verano, bajaba y volvía a subir, cada mañana y cada tarde… En mis primeros recuerdos se me aviene a la memoria mi padre, cuando a la salida de su turno del muelle Comercio, llegaba a casa -el patio junto al “Asilo Viejo”-, se ceñía el bañador y, juntos, nos encaminábamos por el final de Gómez Marcelo, el Ayuntamiento, la plaza de África, la Catedral, las casitas bajas del Parque Artillería, frente a las murallas del Espigón, luego Club Caballa-, y por fin el Puente de la Corriente y la irremediable escaleras que bajaban a la arena y a los guijarros grises de la playa del Chorrillo.
Aquellas escaleras, como muchas cosas en aquella época, estaban a medio terminar, pues no le acompañaban ningún barandal que impidiera que en un descuido o traspiés nos fuéramos al precipicio, dado que la altura era bastante considerable; así que había de irse por el centro procurando alejarse de ambos extremos.
Una vez llegado al último escalón, el aroma salobre de la playa te inundaba de sensaciones primigenias, que acompañado con el azul celeste del cielo y algo más intenso del mar, te hacían sentir la felicidad más exultante que un niño pudiera tener…
Nada más que llegar, mi padre me llevaba a nado hasta la peña de los cien, y con las caretas de buceo, podíamos columbrar toda la belleza de los fondos rocosos que jalonaba toda esta zona de la playa. Junto al roqueo: los fisgones caboces; los verdosos y narcisos bodiones; los peces verdes o loros -donde la hembras se engalanan con azules, verdes, amarillos y rojos, que parecieran que fueran a una fiesta-, las doncellas, tan sutiles y gráciles que simulaban danzar entre burbujas en vez de nadar; las garopas, cabrillas o vaquitas que semejan gorriones al sacarlos del agua. Y en el llano de aguas esmeraldas que se sitúan frente al túnel de la Carretera Nueva, en su fina arena, los salmonetes de colores rojizos peinaban su hábitat como si nos dieran aviso de su preocupación por el cuido y la limpieza de su pequeño vergel.
La almadraba siempre quedaba a lo lejos… Como un horizonte permanente que en un extraño maridaje, almadraba y horizonte se besaran en un beso azul e infinito en el que sus labios, irreales por la calima, no pidieran ya desunirse… De la Almadraba siempre llegaban voces…Voces de la “copejeá” donde la mar se tenía de rojo y era la señal de que los atunes, perdidos en el laberinto de redes, llegaban al copo para bravamente expirar rendidos y exhaustos…
La Almadraba, difuminada junto al horizonte, se podía tocar casi con los dedos…Y su rabiza, de flotadores rojos, daba junto a las peñas del final del Chorrillo, justo a los pies del barrio de San Antonio, que luego se ha dado en llamar de Juan XXIII. Algunas veces, anudadas unas anchurosas barcazas, negras de brea y blanqueadas de escamas, arrumbaban al Foso cargadas de atunes, donde sus colas de plata centelleaban al sol por encima de las regalas de las bordas…
La peña del cincuenta, más cerca de la orilla, sus aguas eran más frías por el flujo y reflujo de las mareas, así que se pasaba de largo sin poner pie en ella, para más tarde, cubiertas las últimas brazadas entre transparencias, estelas y espumas, allegarnos, bendecidos por este mar, al punto de la orilla donde iniciamos esta pequeña aventura…
Recogíamos la ropa y de un salto nos situábamos en el pretil del pequeño muelle de la corriente, junto al inicio de los arcos del puente que une el Foso de San Felipe. Y si bien, aquel rellano, debido a la urgencia propias del momento, podía utilizarse como “water close” público, sin que constase en el Ayuntamiento; bien es verdad, también, que sus muros, cual Capilla Sextina, podía admirarse, a poco que te fijaras, en una indescriptible y exhaustiva obra pictórica acerca de la naturaleza del cuerpo humano en su exuberancia desnuda para mayor abundancia…
Prácticamente en los espacios de los bajorrelieves no había quedado una cuadricula sin que se apuntase ningún dibujo; algo más arriba de despejaban los espacios; y en el repunte de los arcos de medio punto, allá en las alturas, sólo algún esbozo sin concluir se apuntaba junto a la soledad del cemento armado…
Si la Capilla Sextina muestra cuerpos desnudos que ennoblecen la naturaleza humana, no hemos de desdeñar que aquí también se hacia acopio de ese mismo fin y de ese mismo valor. No obstante, hemos de decir, que aquí el arte de pintar se ceñía algo más por lo popular, yo diría que se centraba algo más por el erotismo y por lo carnal… Más que en un rostro bello que pudiese hacernos sentir el deseo de la poesía, se deseaba lo sensual de una imagen desnuda; de tal manera, que la adornada silueta de unos pechos, de unos culos, de unas caderas y unos muslos atrevidos a la censura eran extremadamente apreciados… Tanto, que lejos de quedarse en estas imágenes, los anónimos pintores iban más allá, necesitando, como colofón a sus obras, detallar sobradamente el sexo de sus gentiles modelos…
De tal manera exaltaban sus sexos, que bien podemos pensar que algún delirium tremen pudiera haberse apoderados de ellos; pues no se acaba de comprender por qué, aquellas figuras -que hubieron de haberse guardado, como la pintura “rupestre” de los bisontes de Altamira, para a la postre poder ser admiradas-, plenas de talento y dibujadas con unos trazos gráciles y sutiles, magnificaban a tales extremos la abundancia de los sexos…
Quizás algún historiador versado en erotismo pudiera darnos una explicación; o, tal vez un psicólogo pudiera hacernos llegar una reflexión que nos aclarará el porqué del gusto popular de estos pintores en hacernos visionar: unas tetas y unos culos carnosos y abundantes, junto con unos sexos tan exagerados y tan diferenciados en sus primitivas formas, que a todas luces se sobredimensionaban y se exageraban en sus proporciones, que bien pudiesen haber sido pintados de manera expresa para miopes que, en un piadoso ruego, lo hubiesen solicitado, para ser también dignos observadores de los magistrales frescos de aquella soberbia y ya desaparecida: “Escuela Pictórica de los Maestros Pintores del Chorrillo”…
Sin embargo, pasado el tiempo, y a mi parecer, si en aquellos días la cuestión pictórica hubiera llegado a mayores, y las Autoridades impresionadas y alarmadas por tan alto repunte del arte rupestre en la ciudad, nos hubiesen aplicado el socorrido psicoanálisis, seguramente, Sigmund Freud -padre del psicoanálisis y de la moderna psicología-, en su reconocida sabiduría científica acerca de la estrecha relación habida desde siempre entre el arte y el sexo, hubiera sentenciado de manera inexorable desde su alto pedestal de la psiquiatría, que aquel abundamiento de imágenes sobre el desnudo cemento de los pilares del “Puente del Chorrillo”, se debiera, sin lugar a dudas: “A la ordinaria represión que con tanta naturalidad y ahínco se aprestaban curas y monjas, verdaderos mensajeros de la ortodoxia eclesial y sacrosantos guardianes de la pureza de nuestras cándidas almas...”.
(*) A Emilio le gustaba la poesía, pero donde derrochaba verdadera gracia e ingenio era en su prosa... Una prosa fresca, atrevida y espontánea, que yo la llamaría, a veces, de “desvergonzada” en el mejor de los términos, porque se libraba de etiquetas y encorsetamientos, y sus párrafos fluían claros y llenos de vida, como bajan las fuentes y las torrenteras de las altas sierras...
Verdaderamente, sus escritos, -retratos de aquella Ceuta de finales de los 50 y principios de los 60- son un patrimonio de nuestra ciudad, donde él retrata como nadie, la sociedad de aquellos días, y sobre todo la de aquellos niños que hoy rondamos los 60 años...
Y, desde aquí yo le pediría a la familia, que haga todo lo posible por restaurar de nuevo su página Web, porque en ella se encuentra parte de nuestra Historia -con mayúscula- de aquellos años del cuplé...
Y, aún digo más, sus textos deben de ser recogido en un libro a su memoria y al entorno donde nació, y donde comenzaron sus primeras correrías en sus guerrillas diarias, con los niños de la calle la “Tahona”, la “Rivera” y los niños de los militares del Parque de Artillería....
Él como yo pertenecemos al “Callejón del Asilo Viejo”, a la calle Larga, a la calle la Muralla, la Brecha, y nuestro Santo Sanctórum, la Plaza de África y su Iglesia, con la Acción Católica -con la “Canina incluida de la Cripta- de don Gabriel y don Bernabé Perpén...
Que te encuentres a la vera del Señor, y si se pone allá arriba chulito, algunos de esos ángeles creídos, pégale una pedrá de esas que tu sabias tirar tan bien en la playa del Chorrillo, que daban hasta 6 o 7 saltos antes perderse en el horizonte azul....
Un abrazo, compañero, y no te preocupes, porque sólo te has ido un poco antes, ya recorreremos -en ese cielo tan azul donde te encuentras ahora- otra vez los viejas callecitas del “Callejón del Asilo”...