Enseñar no es sencillo ni fácil, no es una fórmula para conseguir un producto o un problema matemático, no es el índice de aprobados o suspensos de la evaluación o cumplir los objetivos señalados en los apartados de la programación.
A veces sales de una clase con el corazón roto: nada ha funcionado por la actitud, la apatía, la desgana o el desinterés. El reloj va consumiendo la hora y te estancas pidiendo silencio, poniendo un parte que no quieres poner, disimulando la rabia y la impotencia acumulada en la garganta.
A veces cierras la puerta del aula y asumes esa derrota que se va pegando en la piel: no sé qué hacer, no sé qué inventar, no sé cómo motivar a estos chicos para intentar despertarlos a la realidad.
A veces acudes a los padres, tutores, orientadores, jefes de estudio y equipo educativo; pero vuelves a seguir en un laberinto sin salida sin avanzar aunque sea unos pasos.
A veces te haces cargo de sus circunstancias: familias desestructuradas, problemas de toda índole, pasar de curso por imperativo legal arrastrando materias no superadas.
A veces dejas de creer en leyes educativas, en las competencias, en las rúbricas, en las situaciones de aprendizaje y en los descriptores como herramientas que permiten medir y evaluar el aprendizaje de los estudiantes de manera objetiva y clara.
A veces es una batalla con las habilidades y competencias que los estudiantes deben alcanzar en cada etapa educativa. Pasaran de curso hasta que el sistema los eche del sistema con buenas palabras y alguna palmada en la espalda.
Pero también a veces, muchas veces, casi todas las veces los profesores no nos rendimos, no desistimos del empeño de darles lo mejor de nosotros y volvemos a empezar aunque ese volver a empezar dure todo el año o toda la vida.
A veces, en los pasillos, en los recreos, al final de la clases intentas hablar con ellos como el Sócrates que hacía pensar a sus interlocutores o como el Diógenes provocador que mostraba las contradicciones humanas.
A veces piensas que el cielo puede estar al lado del infierno, la victoria al lado de la derrota, la felicidad al lado de la tristeza de ese futuro incierto que te impide soñar en el potencial que ignoras.
A veces te haces disidente, objetor de conciencia de esa burocracia absurda, de esas arenas movedizas marcadas por la LOMLOE y escribes en un diario de bitácora las pequeñas revoluciones cotidianas, los pequeños logros, los pequeños avances, aunque ellos no sean consciente que empiezan a navegar aunque ignoren que el barco ha zarpado.
A veces vuelves al instituto sabiendo que la educación, el conocimiento, la visión crítica y la constancia deben trabajarse en cada hora de esa clase de múltiples formas, desde muchas perspectivas y circunstancias.
A veces escribes el cañonazo pensando que estos alumnos lo escucharán aunque crean haberse quedado sordos.
Mañana será dentro de poco y, como suelo hacer algunas veces, leeremos el estruendo de las 12. Más pronto que tarde deberán saber que el cañonazo lo tendrán que lanzar ellos.