Vuelvo a hacer la maleta y marcho a mi Ceuta, mi tierra de acogida, mi ciudad llena de mitos, de calles y rincones que miran las montañas, los dos mares, a murallas antiguas, a un Marruecos que se aleja y se acerca según la mirada caleidoscópica.
Emprendo mi viaje desde el levante. Miles de palmeras, huertos, higueras, granados, almendros de nata. Elche Íbero, Ílice augusta ensordecida por el ruido y la pólvora que dejan nubes de humo en el cielo.
Elche y Ceuta: dos vidas, dos almas, dos señas de identidad de lo que soy, de lo que fui, de lo que dejaré de ser cuando la maleta sea aparcada en un trastero y alguien pregunte de quién era.
Nunca sé lo que realmente me hace falta; tal vez nada, tal vez todo. Dejo mi casa y voy a mi casa. Allí y aquí tengo lo que necesito, aquí y allí tengo a gente que quiero, amigos, compañeros, luchas pendientes, revoluciones apuntadas, cañonazos que esperan ser lanzados.
He pasado 60 días abrazado a mi madre, sujetándola para que el tiempo no me la arrebate, para que me siga esperando en las próximas vueltas.
He oído durante 60 noches el susurro del Tarajal: seres humanos respirando arena, contorsionando sus cuerpos entre las olas y el miedo a ser descubiertos. He cerrado los ojos y desde aquí, a 700 kilómetros, se me aparecen cadáveres anónimos que no tienen nombre, ni papeles, que no son de nadie, muertos antes de morirse.
He vaciado este baúl con ruedas, este arcón que pesa más de lo que contiene para colocar lo necesario; pero lo necesario pesa toneladas porque lo convertimos en basura: la basura de la insolidaridad, la basura de la guerra, la basura de la pobreza, la basura de los migrantes vistos como enemigos, la basura del odio, la basura de la mentira, la basura de la indecencia.
Este cañonazo tiene la obligación de pensar en el reciclaje, de trabajar por la justicia, de unir manos, todas las manos para demoler muros y fronteras.
La maleta repleta de utopías no paga sobrepeso, se desplaza como una mariposa aleteando a cualquier lugar en el mundo.