Los termómetros marcan 40 grados en Murcia y el calor se mezcla con la cegadora luz del sol que te obliga a buscar el efímero paraíso de una sombra.
Hoy he vuelto a esta ciudad en la que viví 5 años. Era estudiante de Filosofía y Murcia me parecía Nueva York.
Tenía 18 años, ganas de salir de la casa familiar, compartir piso, vida de estudiante, nuevos compañeros, profesores...otro mundo me abría sus brazos saboreando la libertad.
Quise enseñarle a Iván, un chaval de 24 que comenzaba su aventura vital cargado de proyectos, los rincones marcados por la memoria de mi lejana juventud. Desplegar el mapa de aquella Murcia enterrada en un diario de abordo y rescatada en una biblioteca que había desaparecido durante 38 años.
El Teatro Romea, Santo Domingo, tascas, la universidad, el Segura, los escaparates de las calles Trapería y Platería, los mercados con productos de la huerta, las zonas en las que viví hace ya una eternidad.
Le quise contar a Iván las fotos que guardamos en el interior, invitarle a viajar en la máquina del tiempo, retrocederlo, volverlo conmigo a sentir las emociones, las tardes de estudio, las noches jugando al póker dilapidando whisky barato. Saborear los pasteles de carne y las marineras regadas con cerveza en la Plaza de las Flores.
De repente me di cuenta que las rosas tienen su primavera y que otras primaveras traerán flores distintas.
Ya estaba en una ciudad en la que nunca estuve, andaba por zonas que desconocía, los barrios se habían convertido en otros barrios con gentes extrañas
Yo también era un desconocido; aquel chico de 18 años era un fantasma expulsado de su castillo.
Me he hecho viejo y en la vejez vas descubriendo que plantarás en otro jardín pero las rosas no podrás verlas brotar en su esplendor.
Iván se había convertido en un lazarillo guiando a un invidente perdido en las tinieblas.
Fue él quien me enseño esta urbe, esta polis tan cercana y lejana al mismo tiempo.
Nos empeñamos en luchar contra el viento, contra las olas, contra la corriente de un río. Tenemos que aprender a abandonar esa fuerza inútil de resistir lo irresistible.
Viajar a ninguna parte, ese es el destino.