301, por Germinal Castillo

Hay hechos que deberíamos tener marcados a fuego en nuestras conciencias. Uno de ellos es la “Batalla de las Termópilas”, que se desarrolló en el año 480 a. C.

Una alianza de polis griegas, lideradas por Esparta con el rey Leónidas a la cabeza, se opuso a la invasión del imperio persa a cuya cabeza se encontraba el tirano Jerjes I al frente de un colosal ejército de esclavos. Los 300 espartanos, a los que se sumaron otros pueblos helenos libres, luchaban por la supervivencia del pueblo griego. La disyuntiva era fácil de entender: cadenas o Libertad. Básico.

La lucha por tierra se situó en el único punto en el que la orografía podía ser favorable a los espartanos: las Termópilas, un pasaje angosto por el que las tropas de Jerjes iban a encontrarse con la férrea defensa de quienes se oponían al totalitarismo de la época. Las pérdidas de Jerjes fueron tremendas. Mientras, Leónidas, con tropas bien entrenadas y sobre todo motivadas por tener que salvaguardar a su pueblo de los mercados de esclavas, tuvo infinitamente menos bajas. Finalmente, una traición inclinó la balanza del lado persa. Un clásico.

Hoy en día, el lugar de la épica confrontación se recuerda con una estatua del rey Leónidas, algo sosa y casi desangelada, en un punto anodino de la carretera que une Atenas con Salónica. Otro clásico.

Gracias a los libros de Historia, al pintor Jacques-Louis David y últimamente a Hollywood, los 300 de Leónidas se recuerdan como ese ideal de antorcha de la Libertad que jamás debe extinguirse. Nos miramos en el espejo de aquellos espartanos pensando, en voz más o menos alta y con razón, que nunca deberían faltar luchadores como aquellos.

2423 años más tarde (el 8 de julio de 1943) moría asesinado el francmasón Jean Moulin, en un tren camino de Berlín, a causa de las torturas infringidas por el asquerosamente célebre “carnicero de Lyon”, Klaus Barbie. La figura por excelencia de la resistencia contra los nazis murió a la altura de Metz sin haber delatado a ninguna de sus compañeras.

A diferencia de las heroínas griegas, a Jean Moulin se le recuerda constantemente en el seno del hexágono. Además de que parte de sus cenizas descansan en el Panteón, no hay en Francia pueblo o ciudad que no tenga una calle o una plaza en honor a quien, a pesar de haber podido vivir confortablemente durante la ocupación, tuvo la valentía de decir que no y enfrentarse al Jerjes de entonces.

Sin embargo, como canta Renaud, en aquella época “las francesas gritaban Vive Pétain, y no había muchos Jean Moulin”. De hecho, la tan elogiada resistencia gala estaba compuesta mayoritariamente por numerosas exiliadas republicanas españolas, perseguidas a la vez por Madrid, Vichy y Berlín [allá donde estés, un besico Yayo].

Tras el desembarco de Normandía, el número de oponentes a las de la cruz gamada aumentó considerablemente. Más clásico todavía. El caso es que hoy en día, cuando las Jerjes y las Hitler han mutado su camaleónica piel en otro tipo de totalitarismos multinacionales, seguimos mirando a los símbolos de la lucha por la libertad con absoluta admiración, pero poco más, a pesar de que hay un nexo de unión entre todas las dictaduras: la aniquilación de toda esperanza de razón y de justicia.

¿Les suena? Sin embargo, parece que en nuestros parámetros sociales se contempla sin muchas complicaciones el hecho de aceptar con cierta facilidad la claudicación. A pesar de las evidencias, nos negamos a caer en la cuenta de que la sumisión nunca puede ser una alternativa, a menos que se opte por la erradicación de todo un pueblo. A pesar de que, miremos para donde miremos, las injusticias se multiplican, las preguntas que nos formulamos ante una supuesta respuesta a la infamia siempre se hacen envueltas de miles de consideraciones y condicionantes.

Nuestras hipotéticas actuaciones, en el mejor de los casos, apenas se acercan al tímido planteamiento puramente teórico. Segregamos nuestros supuestos anhelos por las profesiones que ejercemos o la situación social que vivimos, pero nunca los planteamos desde nuestra condición de mujeres libres que jamás aceptarían perder la más mínima parcela de Libertad.

Eso sí, como antes apuntaba, adoramos sin medida a los Jean Moulin y Leónidas de turno, como si esa veneración fuese suficiente para que saltasen los grilletes que nos anclan a las inmundas cloacas en las que consentimos vivir. Demencial. Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero rendir emotivos homenajes a los 300 bajo el pretexto de que “como aquellas ya no quedan” es lo mismo que entregar armas y bagajes al enemigo sin haber intentado plantear la más mínima oposición.

¿Tampoco les suena esto? Lamentablemente, si seguimos por esta deriva, llegara el día en que hasta nos prohíban la cifra 300 “por ser una clara incitación a la rebelión contra el orden establecido”. ¿Exageraciones? En el país de Leónidas, los coroneles golpistas prohibieron la letra “Z”, que en griego antiguo significaba “está vivo” y que recordaba a la figura de Grigóris Lambrákis, un diputado griego pacifista asesinado poco antes del levantamiento militar.

Como habrá comprobado, ejemplos no nos faltan para seguir la senda de la defensa de lo más básico para los seres humanos. De lo que sí parecemos carecer es de la inteligencia, los arrestos y la capacidad para que, en las próximas Termópilas, al menos alcancemos a ser 301.

Nada más que añadir, Señoría.

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