Un buen día cometí el tremendo error de mudar mi identidad desde el padrón de Ceuta hasta el de otro municipio de la península. Subrayo lo de error y lo elevo a la condición de gravísimo (en lo personal, claro), porque he descubierto que en esta ciudad hay dos tesoros que el común de los mortales defiende a dentelladas: la condición de residente y los beneficios fiscales asociados, más aún en estos meses, cuando asoma la guadaña de la Declaración de la Renta. Consecuencia lógica y directa: he regresado a casa, pero a día de hoy, y hasta que algún funcionario estampe un sello de aprobación en mi petición, soy “no residente”. Glub. Casi nada. Una especie de proscrito.
Primer chasco: la espera hasta que la Ciudad me confirme que vuelve a acogerme bajo su paraguas administrativo se prolongará “entre uno y dos meses”. He trabajado unos años en una empresa pública gestionando sellos, membretes y burocracia, así que no seré yo quien satanice a los funcionarios. Hecho el apunte, que en plena era de la sociedad de la información haya que aguardar hasta 60 días para que comprueben que tu padre es quien dice ser, tu madre también y ambos han aceptado acogerte como okupa en un domicilio de su propiedad me parece pelín excesivo. Ya se sabe: las cosas de palacio funcionan tal cual desde tiempos de Felipe II.
Segundo chasco, el que de verdad me sacude porque atenta contra el estado de salud de mi cartera. Acudo a la estación marítima con la sana intención de embarcar hacia Algeciras. Un vehículo y un pasajero. No residente y sin poder acogerme a ofertas porque no me cuadraban los horarios. Pido presupuesto de ventanilla en ventanilla y obtengo una respuesta demoledora: 220 euros. Horror y sudor frío. Denegada la moción, que diría un político, opto por embarcar a pie y recuperar la vieja tradición del autobús, resucitando tiempos estudiantiles. Por suerte el tabaco en el transporte público fue defenestrado. Por buscarle el lado positivo al asunto, vamos.
Reconozco mi absoluto analfabetismo en cuestiones marítimas, más aún las vinculadas al transporte. Asumo que cualquier especialista en la materia podrá reprocharme que el precio del billete, a mi pobre entender desmesurado, soporta el elevado coste de mover sobre aguas del Estrecho un mastodonte de tropecientasmil toneladas, el carburante, las nóminas de la tripulación, la inversión en conservación de la nave, las tasas portuarias y mil argumentos más. Todos ciertos, imagino, tanto como el esfuerzo que las compañía que operan desde la ciudad están realizando con su campaña de ofertas y descuentos. De acuerdo, pero el dato objetivo de los 220 euros, como reza la máxima periodística, es sagrado. Y eso, salvo que uno goce de una economía doméstica saneada y holgada (quién pudiera, con la que está cayendo), no hay quien lo soporte sin padecer una estocada mortal en el bolsillo. Si tienes pareja e hijos, que no es el caso, entonces igual hay que comenzar a sopesar la opción de cruzar a nado.
Dice un amigo que las cosas no son caras ni baratas hasta que no las comparas. Para darle la razón me he dado un paseo virtual por internet. Me he topado con dos casos significativos. El primero, el trayecto que une las playas francesas del paso de Calais con la costa británica de Dover. Pasajero y vehículo por el increíble precio de 47,50 euros en un trayecto de hora y media con la compañía Deds Seaways, a años luz de los 220 euros. El segundo caso, en Italia: la conexión entre Nápoles y Palermo, en Sicilia, cuesta 193,20 euros a bordo de los ferrys de Grandi Navi Veloci. Casi 315 kilómetros durante ¡diez horas y media! y de nuevo más barato. Las comparaciones, siempre odiosas, en este caso se tornan además llamativas.
Llegados a este punto siempre se tira del mismo cabo: el turismo. Hay ofertas, sí, pero si la conexión que necesitas en un momento determinado te dispara los precios igual te decantas por otra opción más ventajosa. Me pongo en el pellejo de cualquier peninsular que pretenda desplazarse a Ceuta con su vehículo para dar el salto a Marruecos. De partida, 220 euros. En la era del bajo coste hay billetes de avión que te colocan en Londres, en París o en Berlín por menos de la mitad.
En los próximos dos meses buscaré con ansiedad en mi buzón la comunicación de la Ciudad que confirme mi regreso al padrón del que nunca debí salir (al menos por puro interés económico). No, 60 euros como residente, o 100 a lo sumo, no son los 220 que me devolvieron el pasado domingo al autobús del línea por imperativo de la economía de guerra a la que nos ha abocado la crisis. Hasta entonces mi bolsillo no soportará ciertos precios para los no residentes, esa especie de rara avis en la ciudad. Al menos un respiro: en otros trayectos cobran el billete a los perros y aquí no. Algo es algo. Por consolarse que no quede.
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