La realidad no ha cambiado. Las mayorías tampoco. La política sobre Ceuta tampoco. Así que el desenlace de esta cuestión (como bien corroboraría Einstein) se saldará del mismo modo. La integración en la Unión Aduanera es una decisión de un gran valor político y estratégico para Ceuta. Consolida nuestra españolidad, normaliza y estabiliza nuestra situación política, y abre un sinfín de nuevas posibilidades y alternativas para reconstruir nuestro modelo económico de futuro. Precisamente por todas estas razones, es una decisión significativamente contraria a los intereses de Marruecos. Y por tanto, España nunca solicitara la integración de Ceuta (y Melilla) en la Unión Aduanera.
Más allá de los porcentajes asignables a cada opción, sí podemos concluir que el veintidós de mayo (manifestación por una frontera fluida y segura) Ceuta protagonizo una exhibición de abatimiento e insolidaridad. El exiguo sentimiento de “pertenencia al grupo” que a duras penas conservábamos, indispensable para adquirir la categoría de sujeto político, ha devenido en inexistente. Sencillamente no nos reconocemos como miembros de la misma comunidad. Poco o nada nos queda en común. No nos gusta Ceuta. No creemos en su futuro. Y no queremos luchar por él. Vivimos como extraños que murmuran su resquemor y desasosiego, mientras maldicen su suerte por no poder escapar en condiciones suficientemente ventajosas.
La banca, probablemente el sector más influyente de nuestro país, ha dictaminado que Ceuta es sospechosa de blanqueo de capitales. No que aquí existan personas (como en todas partes) que practican este delito y a los que habría que perseguir con el mayor celo posible siguiendo los procedimientos establecidos al efecto; sino que el mero hecho de “ser de Ceuta” te convierte en sospechoso. Estremecedor. Pero más descorazonador ha sido la respuesta de nuestro Gobierno, el que nos representa a todos y defiende (o debería defender) los intereses de Ceuta: “no podemos entrar ni salir, son entidades privadas y pueden actuar como quieran”. Portentoso. Una respuesta de este calibre solo es concebible en quien ya lo ha dado todo por perdido.
Marruecos ha decidido tomar el mando único y exclusivo en la gestión del espacio fronterizo (con el consentimiento español). Ya hemos entendido que no merece la pena insistir en nuestras reivindicaciones (“una frontera fluida y segura”). No tiene caso porque nadie (ninguna institución del Estado) nos quiere oír. Sólo nos queda “adaptarnos” con paciencia infinita a las condiciones que en cada momento vaya imponiendo la voluntad (siempre soberana, a veces caprichosa y eventualmente arbitraria) de Marruecos.
El PP, máximo exponente en la actualidad de la ideología dominante, y portador de los fundamentos políticos de “la casta” (también llamadas cuestiones de estado del régimen de la Constitución del setenta y ocho), ha llegado a la conclusión de que Ceuta y Melilla han entrado en su “fase terminal”. Según ellos, es el resultado de una serie de vectores que nos han conducido irremediablemente al vertedero de la historia. La única preocupación es como gestionar este amargo periodo evitando sobresaltos.
La estrategia del “pacto de estado” respecto a nuestra Ciudad es “sobornar” a los ceutíes para que un hipotético bienestar individual de la mayoría desactive la movilización social en defensa de los intereses colectivos. Se basa en la premisa de que el dinero siempre prevalece sobre los sentimientos; y el individualismo sobre la solidaridad. No se aborda ninguno de los gravísimos problemas que amenazan nuestro futuro, pero cada vez llega más dinero público como una especie de “maná” envenado para comprar nuestra docilidad. Lo que ocurre es que esto también tiene un precio. Nuestra condición de pueblo está embargada.
Hace veintinueve años que la izquierda (incluyendo generosamente en su espectro al PSOE) no gana unas elecciones en Ceuta (la última victoria se produjo en las generales de mil novecientos ochenta y nueve). Durante tres (largas) décadas quienes nos reclamamos militantes de la izquierda no hemos sido capaces de articular un proyecto político capaz de competir con la derecha. Ha faltado inteligencia y ambición para construir una alternativa al PP solvente, reconocible y diferente; pero, sobre todo, hemos carecido de generosidad. El recelo y la desconfianza mutua han mediatizado tradicional e irremediablemente las relaciones entre los diversos agentes de la izquierda. El precio que hemos pagado por ello ha sido convertir la capital del paro y la pobreza en un feudo electoral de la derecha. Que no es poco.
La extrema derecha no es una forma alternativa de solucionar los problemas que tenemos. Es una forma diferente de concebir la convivencia en sociedad, basada en la institucionalización de una división intrínseca que sólo puede conducir a la destrucción por depredación. Cuando alguien dice, asiente o aplaude (inconscientemente) que es bueno y “necesario” construir muros, poner vallas y concertinas, abandonar menores a su (mala) suerte, dejar a personas a la deriva en alta mar, o negarse a socorrer a personas vulnerables (por tener determinado origen o condición); no está ayudando a solucionar un problema, sino que está contribuyendo a legitimar socialmente un nuevo modo de fascismo de trágicas consecuencias para el conjunto de la humanidad, para nuestro país, e incluso para él mismo (tarde o temprano).
Asumir que en Ceuta el racismo (subconsciente) está muy extendido no debe suponer una tragedia. Lo que sí es un drama es negarlo. Ceuta debe aprender a conocerse y reconocerse. Con nuestros defectos y virtudes; con nuestros éxitos y nuestros fracasos; con nuestros problemas y nuestros logros. El racismo es uno de nuestros grandes problemas (acaso el mayor). Es una enfermedad del alma. Y como tal tiene solución. Pero sólo a través de un proceso largo, lento y difícil. Como sucede con todo aquello que se gesta en lo más recóndito de nuestro ser como fruto de una educación secular. Este es el gran desafío de la Ceuta del siglo veintiuno. Iniciar juntos, desde la concordia, la comprensión y la tolerancia, un apasionante camino hacia la interculturalidad. Siendo conscientes de que necesitamos tiempo, paciencia, generosidad, empatía y afecto mutuo.
Hemos conseguido (no sin esfuerzo y con notables y gloriosas aportaciones) crear una nueva categoría en el seno de la especie humana que es “el mena”, un individuo desagradecido y malvado por naturaleza, que lleva incrustada la delincuencia en su ADN, y cuyo único destino en la vida sólo puede (y debe) ser la reclusión perpetua en su propia miseria congénita.
Se puede vivir perfectamente agarrado al “nunca pasa nada”. Pero en realidad, si pasa. Se puede ir despojando la vida de todos los principios que la hacen valiosa hasta aproximarla a un estado puramente animal. Pero la existencia humana tal y como la concebimos, no es posible desprovista de honor y dignidad. Ceuta puede ser una fría amalgama de individuos indiferentes entre sí sin más vínculo que las relaciones superficiales sustentadas en la cobertura de las necesidades materiales (básicas o pretenciosamente complejas). Carente de alma colectiva. Es tan posible como trágico.
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