La mañana despuntó de gris y frío. Una buena cena y un mejor descanso nos daba la fuerza para empezar la tercera etapa del Camino 2015.
Con los primeros pasos, ligeros y decididos, avanzamos los cuatro peregrinos, mientras despedíamos al pueblo que nos acogió esa noche.
Muy pronto el bosque nos abrazó con una espesura multicolor.
La luz peleaba por filtrarse entre los árboles. Manzanas, perales, nogales, pinos, higueras nos ofrecían sus frutos y sus aromas.
Pero el cielo súbitamente nos sorprendió con un chaparrón y nos pilló por sorpresa, empapándonos a conciencia a los cuatro. Mochila al suelo y chubasquero al cuerpo.
Entre risas reanudamos la andadura y a pocos metros el sol lucía espléndido y caluroso. Nueva parada, chubasqueros fuera. Es curioso, pero este fenómeno se repitió, al menos cinco veces más. El día jugaba a su antojo con nosotros.
El grupo se rompió de a dos, suele ocurrir.
Los primeros, tras conquistar una gran cuesta, llegamos a unas casas de labranza y ganado. Saqué una manzana del saco y se la ofrecí a mi compañero. Se escurrió de mi mano como por arte de magia y rodó veloz por la pendiente, yendo a parar a los pies de una viejecita. Ella cogió la fruta, la lavó rápidamente y me la devolvió. Las arrugas de su cara delataban su avanzada edad, y su mirada profunda perforó la mía.
Sin mover los labios me dijo que retomara el sendero y que enseguida daría con un pequeño puente romano que franqueaba el río. Debía sentarme en él, refrescar mis pies y coger mi tesoro de su lecho.
Así lo hice, y el brillo dorado de una piedra me deslumbró. Hundí mi brazo hasta el codo y agarré la pieza, mientras un carro de bueyes pasó lentamente sobre mi cabeza.
Guarde la joya en mi bolsillo, reanudamos la marcha.
Apenas un kilómetro después, una joven lozana me sonreía a su paso, pero su mirada, sus ojos no eran suyos.
Lo vi claro, muy claro, eran de la viejecita que me regaló mi amuleto de la suerte.
Yo no creo en meigas, pero haberlas hailas.
José Ignacio
Castro Martínez