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Y al sur, la Almadraba

Bajo este título, nuestra hemeroteca atesora una prolífica serie de geniales reportajes sobre la Ceuta pesquera y de quienes la hacían grande y próspera. Páginas sin parangón en su género salidas de la magistral pluma autodidacta de aquel gran escritor que fuera, a la vieja usanza bohemia, el inolvidable Antoñito Fernández Márquez.
¿Qué ha sido de aquella próspera y laboriosa Almadraba, escenario de tantas crónicas suyas? Pues sólo me salen las cuatro familias de la zona del Tobogán y la de los Berrocal y su estanco; la capilla del Carmen y, en torno a ella, la tradición de la celebración religiosa de la patrona de los hombres de la mar que data de hace 70 años.
Perdida su esencia, su identidad y su población originaria es hermoso que perviva tan emotivo ceremonial, cual milagro de la Madre del Carmelo. Desaparecidos los pescadores del lugar, hay que valorar el esfuerzo e interés de determinadas personas para que, por lo menos, cada 16 de julio y durante unas horas, la Almadraba nos devuelva una de sus viejas facciones.
Gente entusiasta, mariana y luchadora como Juan Damián o Eugenia, a los que no les falta quienes les ayuden a tirar del carro como Eduardo y su señora, Melchor, Pacote, el grupo de damas que se preocupa de adecentar y cuidar la capilla a la que volvió el culto, y de tantas personas más que harían demasiado larga la improvisada relación.
Un grupo de hombres y mujeres, ya digo, que año tras año se afanan en mantener viva la tradición con el mismo fervor con el que Santa Inés se aferraba a la palma del martirio. Los hay jóvenes, gente que se implica y antiguos lugareños llegados expresamente de fuera, fieles a la cita.
Y si emocionante es la Eucaristía a pie de playa concelebrada por tres sacerdotes, la colocación de la imagen en la orilla, en ‘el rebajale’ con las plegarias por los marineros fallecidos en el piélago y su posterior incursión en el mar al pie de las embarcaciones que acuden al lugar o la inmersión en las aguas de los niños nacidos en el año, no lo es menos la procesión posterior. De la Almadraba a ’12 de Diciembre’, barrio que se levantó para familias de la gente de la mar y al que se le dio ese nombre en recuerdo del luctuoso día de la tragedia de ‘El Lobo’; Miramar Bajo y Juan XXIII, con parada y plegaria de la imagen de la Virgen a las puertas de las viviendas en las que haya fallecido algún vecino o en la que alguien esté enfermo. Así hasta pasadas las once de la noche, con la rúbrica final de inveterada ‘carrera’ con la imagen hasta la capilla.
Este día en la Almadraba ya no hay regatas, carreras de cintas, torneo de fútbol, cucañas marineras. Ni siquiera su verbena. Solo permanece lo espiritual, ese piadoso ceremonial con su gran poder de convocatoria que el viernes congregaba a unos 2.000 ceutíes.
Nuestra Almadraba sigue mirando al mar. Pero su pensamiento y su actividad se orientan ya hacia Marruecos. Las casitas bajas de los pescadores desaparecieron para dar paso a comercios, al igual que las viejas fábricas de salazones y conservas y tantas otras edificaciones dedicadas al negocio transfronterizo, y hasta nuevos establecimientos hosteleros. Un conglomerado que por instantes nos da la sensación de sentirnos en Castillejos.
Añoro mi vieja Almadraba. Muchísimo. Echo en falta aquel inconfundible aroma suyo, mezcolanza de salazón, maromas húmedas, brea y pescado fresco. Me acuerdo de la Pesquera del Mediterráneo, de la fábrica de salazones de Benito Lamorena; de su playa, huérfana ya de aquella estela de grandes superficies de redes sometidas siempre al permanente zurcido de los pescadores; de sus tinteros; de sus maestros calafates y expertos carpinteros de ribera, cuyo ingenio y hábiles manos se encargaban de curar las heridas que alguna roca traicionera o los envites del mar iban dejando sobre los sufridos flancos de las embarcaciones… Pero sobre todo de su bizarra gente marinera.
‘Y al sur, la Almadraba’, sí. De vuelta de los actos y camino de la Ribera, recordaba yo las preciosas crónicas de Márquez. Sería interesante recopilarlas en un libro. En ellas se encierra el relato vivo de una de nuestras grandes riquezas y tradiciones artesanales perdidas. Traslado la idea a mi estimado José Antonio Alarcón Caballero, el dinámico director de la Biblioteca Pública.

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