Pau Gasol lo tenía fácil para no enredarse. Una exposición tibia en referencia a los movimientos sociales que se han dado en las últimas fechas hubiera sido suficiente para que su pensamiento hubiese caído en el abismo, logrando, al mismo tiempo, salir airoso de una situación comprometida. No obstante, preocupado y comprometido con la causa social, decidió no esconderse tras el absurdo y enfrentarse a la realidad insuflando un poco más de fuerza a los millones de personas que lo están pasando mal. Sus palabras contribuyeron a sumar una pizca más de resplandeciente esperanza a unas circunstancias oscuras. No fue mucho, pero tampoco nada. La educación y la buena predisposición con las que llevó a cabo sus declaraciones son todo un ejemplo que si algo no merecían era que se insultara vehemente a su autor. Su reflexión es opinable, como lo son todas, nadie con sentido común podría negar este punto, pero de ahí a lanzarse a la ofensiva mediante la excusa de la libertad de expresión se prolonga un trecho difícil de abarcar.
Los ídolos son mucho más que simples personas destacables en su trabajo. Aquellos, además de ser excelentes en la práctica de sus inconmensurables virtudes, aúnan una serie de valores que forjan una personalidad atractiva e inspiradora para el resto, reservando un margen importante de sus pocas preocupaciones a los más desfavorecidos, a los que están pasándolo mal, sin tener por qué. La admiración por lo personal convierte a las estrellas en ídolos, los aleja del olvido que a menudo devora a muchas grandes estrellas que no pasaron a ser algo más por esta misma razón. Ídolos que, por cierto, no nacen con un par neuronas como se deja intuir de vez en cuando, también en esta ocasión. Podríamos hablar del “almirante” Robinson y su graduado en Matemáticas, o del omnipresente Michael Jordan, especializado en Geografía durante su paso por la universidad de Carolina del Norte. No queramos utilizar el café para dormir y la cama para beber.
El bicampeón de la NBA merece que se respeten sus declaraciones como si se tratara de las de otra persona cualquiera. El derecho de opinar no está en poder de quienes tienen su espacio en las cadenas de televisión o en los periódicos, tampoco el valor de dicha expresión es únicamente relevante cuando proviene de esta pequeña élite. Esa concepción evoca tiempos poco salubres. Puedo comprender (aunque algunas veces me cueste) que exista un sector dedicado a reprimir a base de insultos y menosprecios hacia la opinión sin marca de agua, sobre todo cuando esta se muestra contraria a su corpus ideológico o cuando proviene de aquel a quien se considera inferior por cualquier razón, pues algunas mentalidades se obcecan en persistir en la división. Pero no por llegar a comprenderlo puedo compartirlo, ni siquiera respetarlo en tanto que no respeta. Un punto de vista como aquel no puede ser tolerado en un estado democrático que dice defender la igualdad y la diversidad entre otras bondades. Porque si de unos vale la palabra y ha de ser respetada y de otros no y por lo tanto merece el vilipendio, ¿de qué estamos hablando?