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Voltaire y la vacuna

Ha llegado, como todos los años, la época de la vacuna. Dicen que los viejos, los niños y los enfermos crónicos son sus clientes principales, pero esto no impide a los demás, si lo creen conveniente, optar a ella. Si usted, amigo lector, es uno de ellos, ¿se le ha ocurrido preguntarse quién es el padre de este prodigioso remedio que todos los años nos protege de gripes y neumonías?   

Si vuestra merced es además un tanto curioso, seguro que, después de esta información, inmediatamente se ha preguntado: ¿Y antes? Es la pregunta que uno también se ha formulado y a la que, rememorando en mis viejas lecturas, (entre otros muchos vicios, uno tiene el de la lectura), voy a tratar de responder.
Mientras recibía en el brazo el saetazo me acordé de Voltaire y de una de sus páginas en la que nos habla del tema; fui a sus libros y, en el titulado “Lettres philosophiques”, en la página 118, carta XI, encontré lo siguiente, que traduzco sobre la marcha:
“Se dice en la Europa cristiana, que los ingleses son unos locos rabiosos; locos porque producen la viruela a sus hijos para impedir que la tengan”. (…) “Los ingleses, por su parte, dicen: Los otros europeos son cobardes y desnaturalizados; son cobardes porque temen hacer un poco de pupa a sus niños y desnaturalizados porque  los exponen a morir un día de la viruela”.
¿Podríamos, en consecuencia, decir que los ingleses son los padres de la primera vacuna? La de la viruela, naturalmente. Después siguieron todas las otras. Pues… no; según Voltaire, el invento veía de más lejos, de Turquía nada menos. Fue allí, donde en una región pobre, pero que producía las chicas más guapas del imperio otomano, la Circasia, tuvo lugar el descubrimiento y, al parecer, fueron mujeres las que realizaron tal prodigio. Traduzco de nuevo:
“Las mujeres de Circasia desde tiempo inmemorial hacen uso de la pequeña viruela, incoándola a sus hijos, incluso a la edad de seis meses, haciéndoles una pequeña incisión en el brazo e insertando en ella pus que han obtenido de otro niño. Esta pus hace el efecto de levadura. Fermenta y la reparte en la masa de la sangre. (…) Los botones de este niño al que se le ha producido la  viruela artificial sirven para llevar la enfermedad a otros”.
Y todo esto, ¿por qué y para qué? Ahora viene la explicación de Voltaire. Traduzco de nuevo:
“Los circasianos son pobres y sus chicas son hermosas; es con ellas con las que se realiza mayor tráfico: abastecen de bellezas los harenes del gran señor de Sofía de Persia y de todos los que son bastante ricos para comprar y mantener esta preciosa mercancía. Ellos educan a sus hijas en todo y muy especialmente en saber acariciar a los hombres. (…) Ocurría a veces que un padre y una madre, después de haber dado una buena educación a su hija, de pronto se veían frustrados de toda esperanza: la pequeña viruela entraba en la familia. (…) Los circasianos se dieron cuenta que de mil personas apenas se encontraban dos que fuesen atacadas dos veces por la misma enfermedad. También observaron que, si las viruelas son benignas  y su erupción no traspasa una piel delicada, no dejan ninguna huella en el rostro. De estas observaciones concluyeron que, si un niño de seis meses o un año tenía una viruela benigna y no moría, no quedaría marcado y estaría libre de esta enfermedad para el resto de sus días”.
Era la gran solución para no vender averiada su mercancía de mujeres guapas. Pero cabe preguntarse, ¿cómo llegó a Inglaterra tal remedio? Fue, nos vuelve a informar Voltaire, obra de un embajador; mejor dicho, de la esposa del embajador, madame de Wortley-Montaigu, según el mismo escritor, una de las mujeres más inteligentes y valientes de su época; tanto que, a pesar de los avisos en contra de su capellán, que no cesaba de decirle que tal remedio era propio de infieles y no podía dar resultado entre cristianos, tuvo el atrevimiento de hacer la prueba con su propio hijo. Fue todo un éxito. Cuando embajador y embajadora volvieron a Inglaterra, la señora de Wortey comentó el caso con la princesa de Gales, la cual, por si las moscas, prefirió probar con cuatro criminales condenados a muerte. Nuevo éxito: los cuatro salvaron la vida por dos veces: se libraron del verdugo y de la viruela. Sólo entonces la princesa se atrevió a utilizar el remedio con sus propios hijos. Fue así como esta práctica comenzó a extenderse entre las damas de la alta sociedad de Londres y posteriormente llegó a la plebe.
Todo esto lo escribió Voltaire en 1727. Entonces nadie podía adivinar que el rey de Francia, Luís XV, el mismo que lo había recluido en la Bastilla durante tres meses, iba a morir unos años después victima de la viruela. ¿Lo hubiese salvado el remedio de turcos e ingleses? Nadie lo sabe. Seguro que Luís XV, que no fue un rey muy dado a la lectura, se fue al otro mundo sin haber leído el libro de Voltaire y, en consecuencia, sin saber que contra la viruela ya había remedio. La ignorancia mata. Tal podría ser la moraleja de estas inolvidables páginas de Voltaire.

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