Después de tomar unas cuantas fotos por el Recinto Sur, he bajado hasta el fuerte del Sarchal. Aunque sigue predominando el color gris empieza a verse el habitual celeste en el cielo. Es el primer síntoma de que el temporal está entrando en fase decadente. No obstante, las olas que llegan hasta el litoral siguen siendo gigantes. El mar es de tonalidad verdosa, pero la orilla es de un blanco reluciente. Al acercarse a la costa las olas toman una considerable altura. Desde arriba no impresiona tanto como verlas al nivel de la orilla. Si pudieran me tragarían como un vulgar corcho de botella. A la naturaleza hay que amarla, pero siempre desde el respeto y la prudencia ante su descomunal fuerza.
Aquí, sentado en la escalera que conducen al fuerte del Sarchal, nada puedo temer. Disfruto del panorama tempestuoso con suma tranquilidad. Una hermosa abubilla, de vivos colores y elevada cresta, se ha acercado a pocos metros de donde estoy, pero no me ha dado tiempo a fotografiarla. Fijo mi mirada de nuevo en el embravecido mar. De tres en tres las olas se dejan morir en la orilla. Lo hacen de manera placida emitiendo un sonoro y grave rumor. Pienso en Henry David Thoreau, autonombrado inspector de nieve y de lluvia. Si estuviera aquí conmigo estaría disfrutando de este momento.
El sonido de las olas se mezcla con el zumbido del viento y el graznido de los cuervos. Una pareja de ellos, de manera disimulada, se han posado en un árbol muy cercano al lugar en el que me encuentro escribiendo. Deben estar intrigados por mi presencia. Por un momento el cielo se ha abierto y los rayos del sol han devuelto los colores al paisaje. Las olas se han vuelto traslucidas y la espuma blanca del mar brilla como el albedo de las cumbres nevadas.
El tiempo es tan cambiante que ahora recibo algunas gotas en la cara, que no sé si son de lluvia o de las salpicaduras de las olas. Una ola enorme, que ruge como un león, me estremece.
Tengo que parar de escribir para limpiarme las gafas. Ya no consigo ver ni siquiera la libreta…Vuelve el sol de nuevo, aunque no logra imponerse a las nubes. Creo que no tardará en lograrlo.
Admiro el valor de las gaviotas que plantan cara al intenso viento de levante. Vuelan sobre una arrugada manta blanca de espuma marina que ocupa en este instante toda la cala. Siento que todas las sensaciones que experimento están quedando grabadas en mi mente para convertirse en un recuerdo imborrable. Sin duda está es la tempestad que estoy viviendo con mayor intensidad y conciencia de toda mi vida. Al mismo tiempo que las palabras quedan plasmadas en esta libreta las percepciones que le dan contenido son impresas en mi memoria. El sentimiento que me genera esta combinación de fuertes sensaciones es de serenidad y agradecimiento a la vida. La naturaleza me está ofreciendo la oportunidad de vivir deliberadamente alargando mi percepción del tiempo y del espacio. Este rato que llevo aquí me está impregnado de sabiduría perenne y de cierto sentido de la eternidad. Los minutos parecen segundos, pero de una contenido inigualable. Vivo en un mundo alejado de las preocupaciones terrenales en el que la naturaleza cobra el protagonismo que merece. Todo los demás elementos del paisaje, -los edificios, las coches que ve a los lejos, las gentes, etc…-, resultan insignificantes comparados con la fascinante estampa que tengo delante.
“La idea que me ronda por la cabeza es el de las voces nunca escuchadas de todas las desdichadas personas que estuvieron presas en el penal de Ceuta”
Me empapo de la energía que procede de las olas. Toda esta fuerza liberada por las olas la hago mía y me revitaliza. Es capaz de liberar mi imaginación y mi ansia de expresar lo que fluye dentro de mí. Mi mano mantiene el mismo ritmo acompasado de las olas a la hora de escribir este relato. Acude a mi mente de improvisto un recuerdo de mi infancia. El de un día igual de tempestuoso en el que, después de comer, veía en la televisión, -aún en blanco y negro-, un capítulo de la telenovela “El Conde de Montecristo”. La imagen que me viene a la cabeza es la del desdichado Edmond Dantès encerrado en una oscura celda mientras escuchaba las olas batir contra los acantilados de la isla en la que estaba preso. Siempre me he sentido identificado por este personaje creado por Alejandro Dumas: un desdichado joven condenado de manera injusta a pudrirse en un penal por dentro y por fuera. Puede que la apertura que experimento en este momento de mis sentidos sutiles me haya permitido escuchar el lamento de alguna de las mujeres que fueron encerradas en el fuerte que tengo justo delante de mí.
Cuando escribo este pensamiento una joven con un chaquetón negro pasa junto a mí, me saluda y la sigo con la mirada. Baja hasta la misma playa sin miedo y se queda de pie contemplando el mar en la misma línea marcada por la espuma de las olas. Permanece así varios segundos con las manos metidas en los bolsillos del abrigo…Luego deshace el camino con la misma parsimonia que mostró al descender hasta el borde del mar. No sé qué pensar. Tengo la sensación de que ha bajado hasta la playa para arrojar sus preocupaciones al mar y aliviar una pena que aflige su corazón.
Decido dejar de escribir y regresar a casa. La idea que me ronda por la cabeza es el de las voces nunca escuchadas de todas las desdichadas personas que estuvieron presas en el penal de Ceuta. Su memoria se ha perdido cuando lo hicieron los archivos del presidio. Sin embargo, algo de ellas ha quedado adherido al espíritu de Ceuta. Sus desconsolados llantos, sus lágrimas, sus profundas tristezas, los mismos deseos de venganza que mantuvo vivo a Edmond Dantès en el castillo de If, siguen flotando el atmósfera ceutí. Si uno presta atención al sonido del viento escucha los lamentos de las almas que no han encontrado consuelo por los sufrimientos que padecieron en esta tierra azotada por el viento. Puede que al hablar de ellas le transmita algo de paz…Tendré que pensar en ello.
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