En la actualidad, la mayoría de nosotros, a no ser que nos veamos sorprendidos por una enfermedad mortal o por un accidente trágico, nos encaminamos con relativa rapidez hacia una dilatada ancianidad. A mi juicio, debería ser normal que nos preguntáramos cómo estamos viviendo o cómo viviremos ese último recorrido que, si lo preparamos con habilidad, con esmero y con sabiduría, podría ser el tiempo adecuado para recuperar oportunidades, para aprender y para emprender los caminos de una longevidad lo más grata posible, para abrir puertas a lo desconocido, para escribir páginas aún en blanco, para extraer enseñanzas de las dolencias y de las limitaciones físicas y, en resumen, para vivir, para disfrutar y para celebrar lo que nos queda de vida. Tengo la impresión de que, en contra de la opinión generalizada, el futuro, más que de los jóvenes, puede ser de los mayores porque, como revelan las estadísticas, el número de los nacimientos está descendiendo, mientras que la cantidad media de vida de los ancianos está aumentando.
Confieso que, mientras cavilaba sobre estas elementales ideas, he descubierto este libro que las propone, las plantea y las explica de una manera clara, interesante y, al mismo tiempo, profunda. Sus reflexiones, fundamentadas en análisis serios, en datos contratados y en experiencias vividas, nos ofrece la oportunidad para que nos planteemos de manera razonable las cuestiones fundamentales de la vida humana como, por ejemplo, si deseamos vivir mucho tiempo o vivirlos de una manera razonable, intensa y provechosa. Nos proporciona orientaciones concretas para alimentar el bienestar y para soportar las adversidades de las enfermedades físicas y de los trastornos mentales, en un periodo en el convivimos tanto con nuestros contemporáneos como los que han fallecido y a los que convocamos con nuestros agradecidos recuerdos.
Su punto de partida es la constatación del “cómico desajuste generacional”, esa tendencia generalizada a perseguir “la eterna juventud” mientras olvidamos que la edad humaniza el paso del tiempo, pero también lo hace más dramático. Efectivamente es frecuente que se produzca una alteración de los valores cuando, por ejemplo, consideramos a la infancia o a la juventud como el fin de la existencia, como la meta a la que pretendemos -inútilmente- regresar tras un largo viaje.
A juicio de autor, el hecho de que una de cada dos niñas que nazcan hoy llegará a los 100 años evidencia que la longevidad nos afecta a todos porque saber que podemos llegar a vivir un siglo cambia por completo la concepción de los estudios, de la carrera, del trabajo, de la familia, del amor e, incluso, de la muerte. Es probable que los que lean con atención esta oportuna reflexión, con independencia de la edad que hayan alcanzado, pronuncien la palabra GRACIAS con la que culmina el libro: “la única palabra que debemos decir cada mañana, en reconocimiento del regalo que se nos ha dado”.
Pascal Bruckner
Un instante eterno. Filosofía de la longevidad
Madrid, Siruela
Biblioteca de Ensayo
Querido profesor: aunque sabemos, que, partir para dejar en el camino lo que más no ata es duro, creo sin embargo, que no es tan importante el tiempo que vivimos sino como vivimos ese tiempo. Y sí, estoy de acuerdo con su planteamiento de que la longevidad de forma involuntaria configurará otro modelo social de vida, basada en la cultura, el deporte, el ocio y el entretenimiento, debido a la super-automatización de las tareas y de la inteligencia artificial. Será un reto para las generaciones futuras, encontrar el equilibrio entre sus inclinaciones naturales para no incurrir en la saturación o en la apatía por vivir todos esos años aferrados a la esperanza de la eterna juventud.
Un saludo. Nando.