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Violentos

La absolución de la mujer que mató a su marido el pasado año en Tafalla abrió hace unas semanas varias líneas de debates y coloquios, todos ellos con direcciones muy distintas. La víctima de maltrato no tenía intención de acabar con su vida, según la voz del jurado popular. Según la defensa, padecía el síndrome de la mujer maltratada. Que no es otro que un terrible miedo a su marido. Cinco hijos y cuarenta y cuatro años de terror convencieron a los nueve miembros que conformaban el jurado para liberarla de la pena solicitada, obviamente, por la  fiscalía, once años de cárcel.

Obviedad.

No necesitamos dar los nombres. Porque el maltrato se calibra desgraciadamente en cifras. Porque probablemente, con el primer golpe, con el primer insulto, el nombre debe borrarse. Y los sueños, las ilusiones, la dignidad, hasta los recuerdos deben doler también.  Sin embargo no hubo consenso en la absolución. Y esta es la raíz crítica de un grupo de personas elegidas por la justicia.  Ni siquiera la obviedad de los golpes consigue alinear los razonamientos.  Por otro lado es el carácter natural del ser humano y quizás por este motivo sentimos un cierto recelo a ser juzgados por nosotros mismos. De igual a igual.
Igualdad.
Hay un testimonio escalofriante de la hija de otra víctima. Su madre será sometida a un jurado de iguales. Treinta golpes para treinta y cuatro años de miedo y silencio. Y ella soporta las preguntas de la redactora alejándose de sensacionalismos. Tragándose las lagrimas aunque sin poder ocultar la pena. Aun así, después de los sucedido, se siente tranquila, decía, “porque mi madre ha estado esperando el juicio encerrada y allí nadie puede hacerle daño, allí nadie puede golpearla”. Ni siquiera la rotunda evidencia de la ausencia del maltratador es suficiente. Cada palabra que pronuncia punza oírla. Sentir alivio tras las rejas no puede ser un consuelo. Ni una solución.
Alivio.
La igualdad no es siempre tan obvia, para ello se ha inventado el término “violencia de género”. Un grupo de palabras que unidas no producen ningún alivio. Determinan que hay un germen, origen desagradable de una conducta silenciada por la cultura y el populismo. Dejar en libertad a una mujer que un momento determinado pone fin al tormento, es dejar en sus manos el peso de la justicia, la responsabilidad del hecho. Aunque me temo que estas personas, mujeres en su mayoría, nunca gozarán de la libertad a pesar de arrebatarles la vida a sus conyugues. A pesar de recibir el perdón de la sociedad representada en un grupo de personas ahora altamente cuestionado.
Cuándo veíamos el sistema judicial de otro país donde la voz popular decretaba la pena, sentíamos la necesidad de incorporarlo al nuestro para, según se creía, otorgar a la justicia  un poco más de cordura. Ahora asusta el premio. Nadie tiene derecho a acabar con la vida de nadie, como tampoco nadie tiene derecho a cerrar el puño o abrir la boca contra el prójimo. Entonces hemos topado por fin con la moralidad. Con esa horrible idea de defender  lo correcto aunque no lo deseado.
Cuándo veíamos aquellas películas en blanco y negro donde una serie de personas dictaban el destino del acusado, la sentencia parecía incuestionable salvo por nosotros mismos, los espectadores, siempre facilones sabedores de la verdad. No hay aliento para la violencia, ni en defensa propia. No me atrevo a cuestionar la labor de un jurado, aunque hagan temblar los cimientos de esa tranquilidad de la que casi todos gozamos.
La eterna doble moral. Se piensa, no se dice.
Aliento por la denuncia, por la agresión señalada, por el dolor transcrito al papel a pesar de todos los miedos, de todas las lágrimas, de todas las vergüenzas, del que se limita a transcribir.
Abogo por confiar en la justicia del igual, sin condiciones, incapaz de no creer el testimonio de estas mujeres que llevaron a sus manos el mismo pánico que casi acaba con sus vidas. Y modestamente pido que no las señalen como violentas y superemos la mala educación patriarcal.

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