Los villancicos populares, esos que desde siempre hemos cantado junto al Belén, constituyen una muestra permanente del sentir común que compartimos los españoles. Por una parte recogen el íntimo sedimento de fervor cristiano que llevamos en el alma la inmensa mayoría de quienes nacemos en España, por otra resultan un evidente llamamiento a la alegría, mientras que, por una tercera, aunque pueda parecer un contrasentido, nos internan en ese sentimiento trágico de la vida que tan bien supo resaltar Miguel de Unamuno.
El villancico conocido como Dime Niño constituye una clara muestra de la anterior reflexión, pues comienza con una exaltación de la figura de Jesús (“Dime Niño de quien eres / todo vestidito de blanco / soy de la Virgen María / y del Espíritu Santo”, hace un claro llamamiento a la felicidad (“cantemos con alegría / los cánticos de mi tierra / y viva el Niño de Dios / que nació en la Nochebuena”), nos recuerda que nuestro paso por este mundo es meramente transitorio (“La Nochebuena se viene / la Nochebuena se va / y nosotros nos iremos / y no volveremos más”), e incluso, en una estrofa, llega a unir la ternura del Portal con el dolor del Calvario (“Dime Niño de quien eres / y si te llamas Jesús / soy amor en Nochebuena / y sufrimiento en la Cruz”).
Así es –o al menos, era– el pueblo español, un pueblo que, a mi juicio y pese al materialismo imperante, sigue manteniendo en el fondo del alma esa mezcla de sentimientos que conforma su personalidad.
Al llegar a ciertas edades avanzadas es cuando nos damos cuenta de verdad del significado de ese “y nosotros nos iremos y no volveremos más” cantado año tras año en nuestros hogares ante el Nacimiento que con tanta ilusión montábamos. Ya ha pasado la Nochebuena de 2013, ya se ha ido. ¿Cuándo nos tocará irnos a nosotros? ¿Cuántas Nochebuenas nos quedarán, si es que nos queda alguna? Son preguntas que antes ni se nos pasaban por la mente, pero que ahora, a estas alturas de la vida, se nos plantean de modo inexorable.
Como dice el Evangelio, hemos de estar siempre preparados, y así no nos sorprenderá ese ladrón que puede venir en cualquier momento. La vida es bella, pese a todos sus sinsabores, sus disgustos y sus dolores, pero “morire habemus”, como, según dicen, se saludaban entre sí los monjes cartujos. Salvo muy raras excepciones (conozco solo una) prácticamente todos tenemos apego a las cosas de este mundo y no llegamos a concebir cómo pueda ser el de allá arriba o –vade retro– el de allá abajo. De ahí, aquel “sí, sí, pero como en la casa de uno…”, que cuentan dijo cierto venerable obispo en trance de muerte cuando alguien trataba de consolarlo diciéndole que pronto estaría contemplando a Dios.
En fin; no nos pongamos tristes. Estas son fechas familiares, de calor hogareño, de recuerdos, pero también de cenas y bailes. Ahora viene la Nochevieja, y con ella las campanadas, las uvas, los abrazos y los sinceros deseos de un año 2014 lleno de buenas noticias, con más trabajo, recuperación económica, bajadas de impuestos, sin recortes ni penurias, y con un reforzamiento de la unidad de España que acabe de una vez con esas alocadas veleidades secesionistas que nos están complicando la vida.
Lo dicho: Feliz Año Nuevo a todos.
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