En estos días celebramos el día internacional de las personas mayores, o de las personas de edad, como expresan en sus titulares algunos medios con la sensiblera intención de añadir un poco más de melaza al término que a todos se nos viene a la mente, pero que nos cuesta pronunciar sin un extra de glucosa en la lengua: la vejez.
El término senil, tan denostado últimamente debido a las malas compañías (lo hemos unido tanto a la palabra demencia, que parece haber perdido del todo la cordura de su noble origen etimológico) está relacionado con palabras de elevada categoría como senado, senador, o señor, sin olvidarnos de senectud como un sinónimo más melifluo de vejez.
Para griegos y romanos, y así fue a partir de entonces a lo largo de gran parte de nuestra historia más reciente, la vejez era considerada como sinónimo de honorabilidad y sabiduría. De hecho, el Senatus (ese que junto al pueblo formaba el emblema de Roma, SPQR) se consagró como la institución por excelencia durante la República y con menos importancia el Imperio y recibía su nombre dada la avanzada edad a la llegaban los políticos en su “cursus honorum”. Atenienses y espartanos se rigieron igualmente por consejos de ancianos. Desde el origen del hombre los viejos han sido valorados como el sostén de la comunidad, valedores de la memoria colectiva y los valores como pueblo. Ante la vejez no cabía más que el respeto. Uno de los pasajes más emotivos de la Ilíada corresponde al momento en el que el anciano rey Príamo, padre de Héctor muerto en duelo contra Aquiles, va a suplicar al héroe griego el cadáver de su hijo para hacerle los funerales que corresponden a una muerte con honor. El valiente Príamo no duda en cruzar el campo de batalla para entrar en campo enemigo, tampoco duda en reclinarse y besar los pies del asesino de su hijo si con ello logra su objetivo, pero Aquiles, advirtiendo el valor del viejo, le toma las manos y rompe a llorar: “Se hará como dispones, anciano Príamo y detendré el combate el tiempo que me pides”. El aguerrido Aquiles, enfurecido y todopoderoso, se desmorona por completo ante el sagrado valor de aquel viejo.
Con esta concepción de la vejez, el primer manual dedicado a la vejez no tardaría en llegar y se lo debemos a Cicerón. “De Senectute” es una defensa maravillosa del valor de la vejez y la oportunidad que supone esta etapa de la vida cuando se asume con sabiduría. Cicerón rebate uno a uno los argumentos por los que la vejez (ni griegos ni romanos se esforzaron en buscar eufemismos para tan noble término) pueda parecer miserable: la debilidad del cuerpo, el alejamiento de las actividades, la privación de los placeres y la cercanía a la muerte.
“En la antigüedad el color verde se unía a la vejez para clasificarla como una vejez lozana. De un viejo que aún conservaba la fortaleza se decía que era un viejo verde”
“La vejez aparta de las actividades. ¿De cuáles? ¿Acaso de las que se llevan a cabo mediante la juventud y las fuerzas? ¿Es que no hay actividades propias de la ancianidad que se realizan con la mente, a pesar de estar débiles los cuerpos? Y los que dicen que la vejez no es apta para gestionar cosas, no aducen nada. No hacen las mismas cosas que los jóvenes, pero hacen cosas mayores y mejores. Las cosas grandes no se hacen con las fuerzas, o la rapidez, o agilidad del cuerpo, sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión; cosas de las que la vejez no solo no está huérfana, sino que incluso suele acrecentarlas. […] 'Ya, pero la memoria disminuye'. Estoy de acuerdo, si no la ejercitas o si es que eres lerdo por naturaleza”.
En términos actuales, Cicerón nos atiza un zasca que se habría escuchado más allá de las fronteras germanas.
Respecto a la cercanía de la muerte, Cicerón, con una magnífica carga moral, responde a sus tertulianos jóvenes:
“Es indudable que tenemos que morir, pero es incierto hasta el último momento ¿Quién puede tener firmeza de espíritu temiendo a la muerte, siempre amenazante?
La vejez es una llegada a Ítaca. Contemplamos los pasos lentos de nuestros mayores y cada uno nos traslada por recorridos de esfuerzo y sacrificios. Menguados héroes y heroínas que han logrado arribar al destino después de haberse topado con obstáculos de todo tipo, con monstruos de lo más terrible algunas veces, y con sus brazos temblorosos y colgantes nos anuncian que la travesía ha merecido la pena, que no ha sido otra que la vida. Los viejos de antes alcanzaron la vejez a su manera, nuestros mayores lo han hecho a la suya. Queda por ver cómo arribaremos nosotros a las playas de esa Itaca de color plata.
Nuestra sociedad, la que nos ha tocado porque el progreso tiene esas cosas, nos obliga a mantenernos hermosos y fuertes. La belleza parece más rentable que la inteligencia y castigamos nuestros cuerpos hasta el agotamiento físico con el objetivo de frenar el paso del tiempo. La tecnología se pone de nuestro lado y hacen su parte del trabajo hercúleo que supone parecer jóvenes más tiempo. Los filtros nos mantienen engañados, la cosmética nos promete la eterna juventud y, si nada de esto funciona ya, la cirugía se pone a nuestros pies para evitar lo inevitable. La vejez se considera hoy fea, lenta y débil. La sociedad nuestra, la que hemos montado entre todos cuando éramos jóvenes y luego adultos, no nos ha preparado para confrontar con la inexorable etapa que nos está por llegar. Siendo esto así, vamos a necesitar de mucha sabiduría y fuerza moral para alcanzar la ancianidad con la felicidad que esta etapa se merece. (Por supuesto siempre que la enfermedad nos regale un merecido aplazamiento)
“Mens sana in corpore sano” es una máxima más que necesaria para enfrentarnos a la vejez. Que debemos reinventarnos es un aprendizaje al que debiéramos comenzar a darle la importancia necesaria. Francisco Umbral dijo que Don Quijote era el ejemplo más universal del viejo que se inventa pasiones para no morir. Agarrémonos a las pasiones antes de esforzarnos en darle largas a la vejez.
Nuestros viejos están en pie de guerra. Movimientos como “Soy mayor pero no idiota” o la campaña iniciada por un residente reclamando comida y condiciones más dignas debieran hacernos reflexionar a todos, con independencia de la lejanía desde la que contemplemos estos hechos. Hay quien se atreve a afirmar que la sociedad margina a los mayores. Los que aun cuidamos de los nuestros renunciamos a admitir un hecho tan doloroso, pero ¿será cierto? Valga este pensamiento para cuestionarnos quiénes cuidarán de nosotros. ¿Habrán heredado nuestros hijos la cultura del cuidado? ¿Estarán nuestros jóvenes a la altura de nuestra vejez? Estará por ver. Por ahora, que a nosotros no se olvide cuán valiosos son nuestros ancianos.
Hablando de pasiones, lo que sí nos hemos encargado de marginar y mucho es el amor de los cuerpos en la vejez. El sexo, tan unido a la belleza y la juventud, parece que debe ser borrado y cubierto con la toquilla del silencio. Lo que no se pronuncia, no existe. Sugiero la lectura del encuentro amoroso en la vejez de Fermina Daza y Florentino Ariza porque pocas escenas de la literatura dibujan un erotismo tan hermoso:
“Ella le dijo “No mires”. Él preguntó por qué sin apartar la vista del cielo raso. “Porque no te va a gustar” le dijo ella. Entonces él la miró y la vio desnuda hasta la cintura tal y como la había imaginado. Tenía los hombros arrugados, los senos caídos y el costillar forrado de un pellejo pálido y frío como el de una rana. Ella se tapó el pecho con la blusa que acababa de quitarse y apagó la luz. Entonces él comenzó a desvestirse en la oscuridad, tirando sobre ella cada pieza que se quitaba y ella se la devolvía muerta de risa”
Por cierto, la expresión “viejo verde” tiene poco que ver con el afeado significado que ha adquirido recientemente. En la antigüedad el color verde se unía a la vejez para clasificarla como una vejez lozana. De un viejo que aún conservaba la fortaleza se decía que era un viejo verde. Virgilio define a Caronte como un “senex viridis”, viejo, pero todavía fuerte y lozano. No sé qué nos esperará en unas décadas. Desconozco mi futuro como anciana, pero ojalá me convierta en una vieja verde.
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