Opinión

Víctima de la ignorancia

Los ceutíes tenemos la suerte de vivir en un lugar con unas condiciones naturales extraordinarias. Gozamos de un clima suave, durante todo el año, -salvo los temibles días de levante-, que también tienen su encanto, siempre que no tengas que coger el barco. Este mar, que a veces se agita, es el elemento natural que ha marcado con más fuerza la economía y la idiosincrasia de las gentes de Ceuta. Desde la prehistoria hasta bien entrado el siglo XX, los recursos marinos han sido la base fundamental de la actividad económica de esta ciudad norteafricana. En la actualidad el sector pesquero está, por desgracia, en vías de extinción. No fuimos capaces de adaptarnos a un nuevo modelo de explotación de la riqueza del mar y el resultado está a la vista. A pesar de esta circunstancia, el mar es el ingrediente principal del paisaje ceutí.

Nuestras experiencias sensitivas se nutren de una extraordinaria luz y los colores que consigue resaltar, así como del olor a sal, el graznido de las gaviotas o el sabor de los frutos del mar. Es difícil no enamorarse de esta tierra ni dejar de emocionarse cuando uno se asoma a los distintos balcones a los que uno se puede asomar para contemplar el Estrecho de Gibraltar. Además de la inmediata belleza que se percibe, este paisaje nos conecta con el esquema de nuestra psique y del propio cosmos. Este hecho permite hablar de Ceuta como el centro de un círculo sagrado, mítico y mágico en cuyo interior la fuerza vital fluye con extraordinaria intensidad. Teniendo en cuenta esta circunstancia no debería de extrañarnos que este lugar haya sido el principal escenario de muchos mitos que aluden a la inmortalidad.

La investigación de nuestro entorno natural y nuestro patrimonio arqueológico está permitiendo descubrir las distintas maneras en los que los ceutíes nos hemos relacionado con este bello lugar. No es fácil hacer hablar a las piedras, por mucho que trabajemos los arqueólogos en conseguirlo. Lo importante y trascendente rara vez se materializa de una manera clara. Hay que hacer el esfuerzo de percibir, sentir y pensar como lo hacían nuestros ancestros. Si lo hiciéramos podríamos hacer un balance de las pérdidas y ganancias que ha conllevado el desarrollo científico y tecnológico. Cierto es que en la Antigüedad y en la Edad Media proliferaban las supersticiones, pero la naturaleza y el cosmos tenían alma y no eran algo inerte, como muchos ahora piensan. Sus vidas eran mucho más duras y cortas que las nuestras, pero estoy convencido de que sus experiencias vitales eran mucho más ricas y sensitivas. Hemos perdido un ingrediente fundamental en la vida: la dimensión sagrada de la propia existencia y de la naturaleza. Con mayor o menor acierto, con unas doctrinas más o menos férreas, el ser humano del pasado miraba a su alrededor y al cielo y se sentía parte de algo más trascendente que sus efímeras vidas. Por todos lados les acompañaban símbolos que aludían a otras dimensiones de la realidad circundante y que, además, enriquecían su pensamiento e imaginación. Sobre este lecho bien abonado crecían el árbol de la vida y el conocimiento.

La bondad, la verdad y la belleza eran los pilares sobre los que se sostenía la vida de las ciudades clásicas, medievales y renacentistas. Era el cuerpo cívico, en la cuna de la democracia griega, el motor de la política, la educación, la cultura y el arte. La ciudad, como realidad arquitectónica, ocupa una posición secundaria respecto al conjunto de la ciudadanía. Cornelius Castoriadis, en su obra “La ciudad y las leyes” (2012), explica que la polis no es una institución, ni un mecanismo y ni siquiera el territorio, sino los hombres, el cuerpos de ciudadanos. Para ilustrar esta idea, Castoriadis se refiere a la historia que cuenta Heródoto sobre los acontecimientos que se vieron en Atenas durante los prolegómenos de la batalla de Salamina. Fue entonces, cuando Temístocles, en clara oposición a los otros dirigentes griegos, declara: “nuestras mujeres y nuestros hijos han abandonado el Ática y están allí, en la isla de Salamina, y nuestras naves también; estamos listos para partir y fundar Atenas en otro lugar”. A pesar de que el territorio de la polis era sagrado para los griegos, tenían claro que lo que la definía en esencia no era tal o cual territorio, sino la colectividad política.

La ciudad era un espacio de encuentro y de enriquecimiento mutuo destinado al objetivo compartido de que todos los ciudadanos tuvieran la oportunidad de gozar de una vida digna, plena y rica. Como todo ideal no siquiera encontraba una correspondencia directa con la realidad. Las mujeres están excluidas de muchos círculos de poder y de toma de decisiones, como también lo estaban los numerosos esclavos que sostenían un sistema económico inestable. Ya digo que no todo era de color de rosa en los inicios de la democracia, pero siguen siendo válidas sus altas aspiraciones y su vocación de hacer de la vida una obra de arte. Por desgracia, hemos perdido este empuje que miraba hacia la perfección de la condición humana. Tal y como escribió Lewis Mumford, “hoy en día, con una instrucción casi universal, la mente popular desciende lo más bajo posible en el nivel de entretenimiento e instrucción, por pura falta de ambición espiritual. El diario sensacionalista y el semanario ilustrado establecen un nivel de frívola estupidez que está a solo un paso del sueño narcótico”. Este demoledor comentario formaba parte de una obra publicada en el año 1944, cuando todavía la televisión estaba dando sus primeros pasos e internet era algo que pertenecía a la ciencia ficción. Este proceso de estupidización generalizada fue pronosticado por Mumford y hoy es una realidad incuestionable.

El resultado de la referida estupidización fomentada por el pentágono del poder es un ser humano de sentidos aletargados, carente de la anunciada falta de ambición espiritual, insensible e ignorante de los símbolos significativos de su propia cultura. Tal es la deriva de este proceso de deshumanización que la mayoría social es víctima del producto más consumado de este imparable descenso hacia los infiernos de la condición humana. Nos referimos a esta minoría, -cada vez más numerosa-, de individuos que vierten sus residuos en los montes y acantilados; que echan a arder los bosques sin el más mínimo remordimiento; que se divierten apedreando a la policía o los bomberos; que agreden a los mismos sanitarios que acuden a sus domicilios para atenderlos; que destrozan el mobiliario urbano o el de las playas; que construyen donde quieren; que desaprovechan las oportunidades de formación que les ofrecen las administraciones públicas; y así podríamos seguir incrementando este listado de desatinos hasta completar varias páginas.

El sistema fue diseñado pensando en un ciudadano “capaz de gobernar y ser gobernado”, como sentenció Aristóteles, pero nos hemos ido alejando a pasos agigantados de este ideal. La falta de autocontrol de ciertos personajes es evidente y las leyes resultan ineficaces ante tan barbarie. Ante este desalentador panorama el sentimiento general es el de impotencia y amarga resignación. Nos sentimos indefensos frente a una minoría de personas a los que las administraciones son incapaces de poner freno. Esta notoria ineficacia del sistema autoinmune de la democracia está provocando graves enfermedades sociales, ideológicas y políticas. El ascenso de los partidos populistas y de ultraderecha es uno de los síntomas de la grave dolencia que sufren las democracias occidentales. Se ha creado el caldo de cultivo ideal para que surjan “líderes” políticos como Donald Trump. Un personaje que encaja a la perfección en uno de los protagonistas de “Memorias del Subsuelo” de Dostoievski.

Se habla mucho de la crisis ambiental, económica y social en el mundo, pero pocos se refieren a la crisis interna del ser humano. Pensábamos que mejorando el nivel de bienestar y confort de la sociedad lograríamos asentar los cimientos de la democracia, pero el permanente descuido de las necesidades superiores del ser humano y su refinamiento han devuelto a muchos a la norma de la tribu. Espero que seamos capaces de enderezar el rumbo a tiempo.

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