Categorías: Opinión

Viaje al interior de la psicosis

Desde el 11–S los viajeros son sometidos a pasar unos controles de seguridad que atentan contra la dignidad: un grave error pues no todo vale ni el fin justifica los medios Si bien los cuerpos de seguridad de cada país, en acción premeditada, valorada al milímetro y aceptada de manera conjunta, habían dado síntomas, y acaso los primeros pasos, en pos de salvaguardar la integridad de los viajeros, fue el trágico atentado que derrumbó las neoyorkinas Torres Gemelas el 11–S el episodio que de manera tajante marcó un nuevo modo de viajar basado en un exhaustivo control previo al trayecto.

Sumergidos en una lunática espiral, los países del Primer Mundo, con el empeño estadounidense a la cabeza, no dudaron en actuar ipso facto y tomar decisiones respecto a los controles previos de los viajeros, resoluciones adoptadas y puestas en marcha aún en caliente y contagiadas en la esencia por el más funesto dolor, ese que emana de la sangre de la barbarie y deja sin aliento la mente humana y sin pulso los corazones. Desde entonces, año 2001, viajar por cualquiera de los grandes medios de transporte colectivos existentes –autobuses, barcos, trenes, incluso metros y tranvías urbanos, pero sobre todo en aviones– se ha convertido en una casi insufrible odisea que afecta sin igual –sin las que serían lógicas distinciones que debieran ser tenidas en cuenta por los organismos competentes asomen ni siquiera por el horizonte de la lógica– a niños y ancianos; hombres y mujeres; viajeros frecuentes y esporádicos; sanos, enfermos y personas con discapacidades y condiciones médicas especiales.
Todos ellos, antes de tomar el avión, montar en tren, acceder al bus o poner pie en la embarcación de turno, son sometidos en España, Estados Unidos, Japón o Chile, a abusivos controles que se demoran en el tiempo por espacio nunca menor a media hora y que a veces superan incluso los sesenta minutos. Ubicados en fila india, cualquiera que sea la franja horaria del día, los viajeros, uno a uno, normalmente con encomiable y asombrosa sumisión e incluso temor infundado, pues son conscientes (los que lo sean) de estar limpios de todo, y no llevar por ende armas, drogas u objetos inflamables que pudieran poner durante el trayecto en peligro la integridad física propia y sobre todo la del prójimo, van superando todas y cada una de las pruebas a las que son sometidos indefectiblemente en una especie de ritual que en realidad guarda algo de esclavitud, miseria moral y vergüenza.
Así, el viajero del siglo XXI se enfrenta a dirio en aeropuertos, estaciones de tren o marítimas a un control de seguridad, a atravesar un arco detector de metales, a pasar su equipaje de mano y el resto de los objetos que lleve consigo (abrigos, chaquetas, móviles, llaves) por un equipo de rayos-X; a prestarse a inspecciones manuales aleatorias pero continuas y férreas; a sacar su ordenador portátil y cualquier otro dispositivo electrónico grande de su funda correspondiente, para colocarlo en una bandeja en pos de que sean analizados separadamente de dichas fundas y del resto del equipaje de mano en los controles de seguridad; a quitarse cinturones, anillos, cadenas y pendientes para pasar por los arcos detectores de metales; o a descalzarse para ser observados.
En ocasiones, aún habiendo superado éstas y otras pruebas de manera satisfactoria, basándose en la intuición del policía de turno, no pocos viajeros serán invitados a acceder a un calabozo y, una vez allí, desnudados y sometidos a inspecciones que resultan infames por la forma en que se se llevan a cabo y también por el fondo pues el fin, incluso siendo muy loable, en este caso garantizar la seguridad del viajero y detener al delincuente, traficante o terrorista de turno, no justifica en modo alguno los medios. Maquiavelo no debe tener cabida en las sociedades avanzadas de nuestros siglo.
Porque si bien es preciso exigirle a los cuerpos y fuerzas de cada estado la máxima atención en materia de seguridad y los más prósperos resultados, no escatimando para conseguirlos, en la medida de lo posible, partidas sustanciosas, ni tampoco acciones conjuntas que puedan acercar el objetivo a las cotas anheladas, la totalidad de organismos y países debieran tener en cuenta una teoría inicial inviolable sobre la que edificar un nuevo sistema: para garantizar la seguridad del viajero es imprescindible proteger la intimidad del mismo y jamás sobrepasar los límites de la decencia.
Es por tanto ésta, la concerniente a asegurar la seguridad en viajes desde el respeto al individuo, una tarea pendiente desde que la manera de volar, navegar o transitar surgiera en el concierto internacional tras venir motivada por una tragedia sin parangón en la Humanidad. De tal modo, la política emprendida y puesta en marcha desde el 11–S esconde numerosas lagunas éticas, viola la privacidad de las gentes, supera la lógica, resulta abusiva e incluso ineficaz pues después de que la misma entrara en vigor en distintos países se han vuelto a cometer atentados, traficantes han pasado droga o grupos radicales han protagonizado graves peleas en el interior de un avión y en pleno vuelo sin que durante el proceso de seguridad previo el dispositivo humano (ni técnico) haya sido capaz de detectar o sospechar, y por tanto tomar cartas en el asunto, ninguno de estos casos. Una cadena de errores que, junto al ya mencionado concerniente a la intimidad del individuo, deriva en que los viajeros del mundo tengamos (y suframos) un sistema imperfecto, nocivo, desastroso y que precisa una urgente revisión por el bien común del grueso de las personas y sus respectivas naciones.

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