Al final vamos a tener que darle la razón a quienes dicen que con la edad uno se va volviendo más pesimista. Puede que sea un pensamiento propio de la madurez, en la que las expectativas de futuro se acortan y empiezas a asumir que has pasado de una promesa a una realidad no siempre acorde a tus ilusiones de la infancia y primera juventud. Algo similar nos sucede a nosotros como entidad conservacionistas. Este año vamos a cumplir trece años de singladura por el proceloso y encrespado mar de la defensa y difusión del patrimonio cultural y natural de Ceuta. No ha sido una travesía fácil. Nuestra nave fue botada en un mar aparentemente en calma, pero que se embraveció en cuanto desplegamos las velas de la crítica y la oposición racional a los continuos desmanes que tradicionalmente se han cometido contra nuestros bienes culturales y naturales. Superamos los primeros temporales gracias a la ilusión y determinación de una tripulación joven y convencida de las ideas y valores que defendían contra viento y marea. Poco a poco el mar se acomodó a nuestra presencia, aunque siempre nos han considerado un elemento extraño. No era normal que una nave se empeñara a remar en contra del viento dominante y se enfrenta a la fuerza ciclópea del hijo de Hípotes, Eolo. Nosotros nos atrevimos a mirar dentro de la bolsa en la que Eolo guardaba los vientos y al abrirla provocamos tremendas tempestades.
¿Quiénes eran este grupo de osados jóvenes capaces de navegar de cara al viento dominante del progreso y el crecimiento ilimitado? Siempre desde las costas, ya que muchos no se atreven a embarcarse y navegar en el siempre incierto mar cívico, nos decían que si seguíamos así nos íbamos a estrellar contra los arrecifes del poder. Y no les falta razón. Pero ya era tarde para dar la vuelta y no estábamos dispuestos a volver al seguro puerto del conformismo y la abulia sin haberlo intentado. Así que nos armos de valor y pusimos rumbo al desconocido destino de la defensa patrimonial. En esta aventura nos hemos vistos obligado a sortear arrecifes artificiales de hormigón. Unas veces era una ampliación portuaria, otras una regeneración de playas, la expansión urbana hacia el Monte Hacho, el innecesario enlace puerto frontera, etc… Arrecifes que han ocultado a otros naturales, transformado bellos parajes naturales y destruido importante elementos del patrimonio heredado.
Desde de muchos años de aventura en alta mar, sin pisar tierra, nuestros rostros están curtidos por el frío viento de la brisa marina, nuestra piel denota los efectos del sol y, claro está, también por los del inexorable paso del tiempo. Hemos avanzado mucho en conocimientos, experiencias y nuestro sentimiento de amor y respeto por la naturaleza no ha dejado de acrecentarse. Las sensaciones de gozo ante la contemplación de la tierra y las criaturas que la habitan se han convertido en profunda emoción, la experiencia acumulada en ideales y la combinación de ambas en una imagen formada de cómo nos gustaría que fuera nuestra ciudad. Nuestra Ceuta eutópica (“buen lugar”) comparte las características de todas las eutopías descritas por el ser humano: propiedad común de la tierra y los recursos naturales, así como de los bienes que produce su cultivo racional; trabajo compartido por la comunidad y adaptación del volumen de población a la capacidad de carga de nuestro pequeño territorio. Para convertir esta imagen en realidad debemos consensuar una renovada imagen de la ciudad que no será posible sin la participación activa de los ceutíes en el marco de una ethopolítica basada en una cosmovisión orgánica alternativa. Un nuevo modelo de sociedad que no proceda de las máquinas sino de los organismos vivos y de los complejos orgánicos. Este modelo tiene como rasgos definitorios, según los describió Mumford, el equilibrio, la totalidad y la completitud, así como la relación continua entre lo interno y lo externo, entre los aspectos objetivos y subjetivos de la existencia.
Ceuta no será distinta si los ceutíes no lo somos. Por este motivo todos nuestros esfuerzos tienen que dirigirse a la conformación de un renovado ser humano cuyos valores y virtudes sean la inquietud intelectual, la ambición espiritual, la lucidez e independencia, la capacidad para la acción, el equilibrio, la totalidad, la plenitud, la creatividad y la autonomía. Y sobre todo el amor, empezando por el respeto y aprecio del sagrado hogar. Desde la borda de nuestra nave miramos la silueta de la ciudad y sentimos, como decía John Ruskin, “no solo la repugnancia de quien mira algo que ofende a la vista y que afea el paisaje, sino con el triste presentimiento de que las raíces” de nuestra ciudad “deben hallarse profundamente gangrenadas cuando tan libremente se permite destruir el propio campo nativo; con el triste presentimiento de que esas incómodas y deshonrosas moradas son otros tantos signos del grande y difundido descontento del espíritu popular”. Hemos olvidado que una de nuestras obligaciones morales es edificar nuestras moradas con esmero, paciencia y amor, y no con el único objetivo de que algunos se hagan ricos y la megamáquina tecnoburocrática siga acumulando poder y los recursos necesarios para su mantenimiento y acrecentamiento.
Solo si conseguimos salvaguardar nuestro territorio podremos tener opciones de cultivar sus recursos y obtener los suficientes bienes y riquezas que hagan posible la existencia en este enclave transfretano. En los últimos tiempos hemos olvidado una de las verdades más evidentes de la condición humana como es, según nos recordaba Ruskin, “que la producción de riqueza está de un modo indisoluble unida a las leyes del cielo y de la tierra que regulan el trabajo”. Un cielo que aporta la luz y el agua que hace crecer nuestras plantas y permite la vida sobre el planeta. Estos son los pilares de la economía real. Sin ellos el edificio social y económico se derrumba. Aplicando cierta cantidad de trabajo somos capaces de producir los bienes que necesitamos para vivir. Todo en la vida requiere trabajo. No podemos evadir este esfuerzo y pretender conseguir de balde conocimientos, alimentos y placeres. Sin este esfuerzo muchos terminan por fracasar y sumirse en la ignorancia y la miseria. Para que nadie malinterprete nuestras palabras nos referimos igualmente a aquellos que en la consecución de las riquezas actúan con deshonor, cruel avaricia o indiferencia ante la suerte de quienes comparten su mismo espacio vital.
El trabajo ocupa un lugar central en la espiral de la vida, entre el lugar y la gente. Las condiciones del lugar son las que marcan las principales ocupaciones de sus habitantes y establecen los límites máximos de su capacidad económica y productiva. Esta es otra verdad que también nos empeñamos en negar. Por mucho que nos digan algunos agentes sociales y políticos, Ceuta es incapaz, y lo será siempre, de satisfacer la altísima demanda de trabajo que registran los servicios públicos de empleo. Quizás sea posible fomentar las habilidades y experiencias necesarias para encontrar un empleo más allá de los estrechos límites de nuestra ciudad, siempre que las administraciones invierten lo necesario en formación y los potenciales beneficiarios quieren aprovechar la oportunidad que se les brinda.
Estamos llegando al final de nuestro relato sobre la eutopía ceutí. Al igual que Rafael Hytlodeo, personaje de la Utopía de Tomás Moro, “hemos navegado, ciertamente, mas no como Palinuro, sino como Ulises y aún como Platón”. Nuestra mar es del de los sueños, la fuerza que nos mantiene abordo es el de los sentimientos y el viento que empuja las velas de nuestro barco son los ideales. Para orientarnos solo contamos con nuestra experiencia, unas pocas anotaciones, un sencillo mapa y un sincero amor por nuestra tierra. Son muchos años de navegación y estamos deseosos de llegar a tierra para, -como el Cándido de Voltaire-, “cultivar nuestro jardín”.
En el camarote mantenemos con cariño y atención unas pocas plantas que abonamos con nuestras ilusiones y regamos con las lágrimas que nos provocan los continuos atentados contra nuestro patrimonio cultural y natural. Todos los años dan hermosas flores y frutos, cuyas semillas guardamos en un cofre hermético, con la esperanza de que si finalmente no llegamos a nuestro destino otros puedan utilizarlas y germinen en un suelo más fértil del que nosotros hemos encontrado.
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