Suelo escribir mis colaboraciones al decano de Ceuta sentado delante del ordenador, pero hoy lo hago en un lugar especial. Me encuentro sobre una calle medieval por la que hace muchos siglos dejaron de pasar algunos de nuestros antepasados.
El equipo que hemos logrado devolver a la vista a esta antigua calle somos unos privilegiados por volver a pisar estas piedras cargadas de historia.
A pocos centímetros de donde estoy sentado, y excavadas en el bordillo sur de la calle, se localizan tres tumbas de algunas personas que debieron tener cierta notoriedad en vida.
Desde el mismo sitio en el que me encuentro debieron permanecer de pie los visitantes de estas tumbas para rendir respeto a estos ilustres personajes.
Justo detrás de ellos se situaban los panteones familiares de ciertas familias nobles de Ceuta. Sus cuerpos se acumulaban, unos encima de otros, para aprovechar al máximo el escaso espacio del que disponían. Desconocemos sus nombres, pero, de alguna manera, han salido del anonimato.
Ahora sabemos, -gracias al trabajo de Alfonso, el antropólogo del equipo-, su sexo, edad, algunas de las enfermedades que padecieron y hasta sus creencias más trascendentes manifestadas en los rituales que acompañaron su sepelio. Conocemos, incluso, ciertos avatares que sufrieron sus tumbas y cómo intentaron arreglar los esqueletos con cierta maña.
Se puede decir que hemos abierto una ventana al pasado de Ceuta y lo que hemos visto nos tiene entusiasmados y profundamente emocionados.
A través de esta ventana imaginaria hemos visto una Ceuta muy diferente a la actual. Todos los edificios que ahora rodean esta calle han desaparecido y lo que observo, a mi derecha, es la bahía norte y toda la amplitud del Estrecho de Ceuta.
Llega hasta mis ojos toda la luminosidad que disfrutamos en esta bendita tierra y me quedo absorto contemplando la intensidad del azul del mar y del cielo.
Un cielo, decorado con nubes de un blanco deslumbrante, en el que sobrevuelan, como hoy, las gaviotas y los vencejos.
Unas golondrinas pasan a ras de suelo por encima de la calle cementerial mostrando el azul eléctrico de su plumaje. El sonido de las aves es el único ruido que se escucha por esta ancha calle.
El silencio es roto por el llanto de los familiares que despiden a un ser querido que está siendo enterrado junto a quienes le antecedieron en el paso de la vida a la muerte.
A pesar de las muchas lágrimas que han caído sobre estas piedras, el cementerio no era un espacio poco frecuentado.
Aunque nos parezca difícil de asumir para una sociedad actual que rehúye todo lo relacionado con la muerte, en el pasado medieval de Ceuta las necrópolis eran lugares de encuentro social. Vida y muerte se daban la mano con una naturalidad sorprendente.
En algunas de estas tumbas han quedado pruebas de los estrechos lazos que económicos y afectivos de unían a estos antepasados nuestros al mar y a la tierra.
Quisieron que les acompañaran en su tumba huesos de animales que criaban y les suministraban alimentos, así como introdujeron conchas marinas que recolectaban de las playas cercanas. Eran tales los vínculos que mantenían con el mar que sus cabezas reposaban, en cierta época, sobre un puñado de arena rubia de playa.
Presiento que su percepción de la naturaleza y de los paisajes era muchos más sensitiva y emotiva que la nuestra. Más que un presentimiento es una certeza que tengo gracias a anteriores hallazgos arqueológicos que he tenido la fortuna de desterrar en los últimos años.
Aunque no todos los ciudadanos de Ceuta enterrados aquí llegaron a saber el verdadero significado de esta ciudad, unos pocos de ellos sí que lo sabían, incluso puede que, sin saberlo, haya dado con sus restos. Sabían que Ceuta era una puerta a la eternidad, un punto central sobre se apoya el axis mundi.
La magia y el misterio se palpaban en el ambiente. La llama de los mitos era mantenida encendida por un selecto y reducido grupo de sabios y santos.
No debe de extrañarnos, en este contexto del que estoy hablándoles, que Al Ansari comenzara su descripción de la Ceuta de principios del s.XV aludiendo a los principales santos y sabios que habitaron Ceuta en los siglos en los que esta calle estuvo abierta.
Por aquí debieron de pasar con cierta frecuencia. Pero el fatídico día del 21 de agosto de 1415 las tropas lusitanas tomaron la ciudad y la mayoría de los habitantes de Ceuta huyeron despavoridos. Los que presentaron resistencia murieron o fueron hechos prisioneros.
Los soldados portugueses pasaron por esta calle y, ese mismo día, o en los sucesivos, destruyeron el cementerio.
Cráneos, fémures, tibias y demás huesos humanos, en cantidades ingentes, terminaron esparcidos por el suelo de la calle.
Es probable que se llevaran las lapidas de mármol que señalaban estas tumbas, ya que objetos de valor es difícil que encontraran dado que el ritual funerario islámico prohíbe enterrar con algún tipo de ajuar.
Los muros de las edificaciones situadas en el margen norte de la calle fueron derribados y cayeron a plomo sobre la calle. Después de este episodio de destrucción todo el lugar quedó abandonado durante varios siglos.
En este tiempo se fueron acumulando fragmentos de rocas y arena que, en algunos puntos, alcanzaron los dos metros de altura.
Estos niveles alcanzaron tal nivel de compactación que sirvieron para que a mediados del s.XVIII se pudiera excavar un profundo horno para la producción de cerámica.
Desde entonces no ha dejado de estar ocupado este espacio de la Almina. Toda la información histórica aquí contenida, de la que tan sólo hemos dibujado un rápido bosquejo, estaba esperando para ser leída e interpretada mediante metodología arqueológica.
Queda mucho trabajo por delante de estudio y mucho que difundir sobre esta necrópolis medieval, tanto en el ámbito científico como en el divulgativo.
Nos hemos visto obligados a perturbar la paz eterna de cerca de doscientos de nuestros antepasados, pero este sacrificio debe servir a un propósito elevado. Debe servirnos para ver el pasado de Ceuta con otros ojos.
En estos tiempos pretéritos podemos hallar las inspiraciones que necesitamos para el presente y futuro de nuestra ciudad.
Como comentaba no hace mucho Jacobo Siruela, citando a Gustav Meyrink, “debemos aprender a ver las cosas viejas con ojos nuevos, en lugar de mirar, como hasta ahora, las cosas nuevas con ojos viejos. Quizás de esta manera adquieran la juventud eterna”.
Con absoluta certeza estas gentes enterradas aquí estaban muy lejos del nivel de conocimiento científico del presente, pero estoy convencido de que eran, en general, mucho más sabios que nosotros.
Una lección importante que podemos sacar de los vestigios arqueológicos que están aflorando del subsuelo ceutí es que este lugar ha sido un punto clave en el devenir histórico de Occidente y el Magreb. Podemos y debemos sentirnos orgullosos de nuestro esplendoroso pasado, de todas las épocas, sin prejuicios ni excepciones ideológicas, culturales o religiosas.
Yo siento como antepasados míos, con el mismo grado de afecto y respeto, a los que están enterrados aquí y a los que encontraron su última morada en la basílica tardorromana.
Esta excavación demuestra que entre el cristianismo primitivo y los primeros siglos de dominación islámica en Ceuta no hubo una ruptura muy acusada en los ritos y costumbres funerarias.
Una forma de sincretismo cultural surgió del contacto de ambos mundos dando unos frutos muy enriquecedores. Hoy en día tenemos la misma oportunidad en Ceuta de extraer, de cada una de las culturas que convivimos en este territorio, los jugos más sabrosos y combinarlos con respeto y orgullo para obtener un elixir que enriquezca nuestras mentes y nuestras almas.
Este elixir, en Ceuta, tiene un poso acumulado durante varios milenios de historia. Cada alma que ha vivido en esta tierra y la ha amado ha dejado un aura que, en su conjunto, constituye el espíritu de Ceuta. Siento que estas piedras y estas tumbas están impregnadas de vidas pasadas. Mantienen una calidez difícil de describir con palabras.
Hay que tocarlas y sentirlas. Incluso iría más lejos y diría que hay que amarlas y desde este amor prestarles atención para escuchar lo que quieren decirnos. Nada de lo que ocurre es casual. Ni siquiera la brizna de aire que ahora siento en mi rostro ni las nubes que han cubierto el cielo para que pudiera escribir sobre esta calle y que, a intervalos, dejan caer algunas gotas de agua que me recuerdan a las lágrimas derramadas en esta calle. Podría escribir horas y horas sentado aquí en este privilegiado lugar. Sé que echaré menos este sitio al que hemos dedicado muchas horas de trabajo. Hemos pasado frio y calor. Nos hemos mojado con la lluvia y quemado la piel de los brazos con un sol que empieza a traernos el recuerdo del verano. Pero todo este sacrificio es poco comparado con la satisfacción que uno siente al haber podido dirigir, junto a Silvia, esta intervención arqueológica.
Nos llevamos de este lugar cientos de fichas estratigráficas, miles de fotografías y medio centenar de planos, pero lo más importante son las experiencias significativas que hemos vivido en esta ciudad de los muertos. Muchas de estas experiencias han quedado recogidas en uno de mis cuadernos que comencé unos días antes de comenzar la excavación y al que le quedan sólo un par de hojas para terminar.
Algún día haré público parte de su contenido, otra parte quedara reservada para un futuro lejano o para mis descendientes. Mucho antes daremos a conocer todos los detalles de esta excavación arqueológica que nos habla de nuestro pasado.
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