Se suele decir con bastante acierto que la Historia la escriben los vencedores, que sin victoria no hay épica (que nos perdonen los 300 espartanos), y todo eso. Caminando precisamente por esa senda anda El último baile, la miniserie de diez episodios de 50 minutos que está cosechando una gran acogida por todo tipo de público, hecho especialmente meritorio y sorprendente si tenemos en cuenta de que se trata de una temática deportiva y documental.
La acción gira en torno a la mística generada en la NBA alrededor del superequipo de los Chicago Bulls de la época de un Michael Jordan en plenitud, justo en la irrepetible era dorada (lagrimilla nostálgica) de lo que era el mejor baloncesto del mundo.
La impecable manufactura, con material de la época combinando testimonios actuales y un montaje sustancial, con gusto, y con criterio, elevan este material muy por encima del habitual autobombo ególatra y aburrido que suele proponer la NBA en estos proyectos. La ESPN con distribución de Netflix ha conseguido meterla de tres puntos en esta ocasión.
La serie resulta amena no sólo para locos del deporte (entre los que no me encuentro) o insomnes seguidores de la liga doméstica estadounidense de baloncesto (entre los que tampoco me encuentro), sino que consigue dotar del atractivo de los proyectos realizados con esmero y presupuesto para copar la atención curiosa de quien ha vivido la época del fenómeno Michael Jordan, más que un deportista, más que un icono del deporte, una marca registradísima que sigue vendiendo hoy con su imagen mucho más que la mayoría de las superestrellas en activo de cualquier deporte o cualquier otro ámbito de la vida. Pero El último baile no comete el error de hablar exclusivamente de la vida y milagros del mítico 23 de los Bulls, sino que narra con reparto coral, y con cada episodio focalizado en diversas figuras clave de la exitosa senda ganadora de aquel equipo que fabricó afición por el deporte en todo el mundo. La serie no cae en recrearse en la autocomplacencia, sino que se retuerce incómoda a veces entre lo políticamente correcto, entre la sorprendente polémica, haciendo referencia explícita con nombres y apellidos mirando a los ojos al espectador. Realmente interesante cuando cada uno destila su particular verdad.
No se le pretende imparcialidad, no se le esperan palmadas en la espalda, pero tampoco pelos en la lengua. Y por supuesto, la puesta en escena condensada en estas diez horas, el show, como lo era cada partido de los Bulls de los años 90, merecedor de pagar la entrada. Una oda a las virtudes y extraordinarias dificultades del trabajo en equipo bien hecho. Una metáfora de la misma vida.