Colaboraciones

El Valle de los Caídos

Difícilmente puede soslayarse un debate que ha superado los límites académicos, denotando otras variables de carácter cultural, político, legal o judicial en un espacio que aglutina el mayor potencial de memoria colectiva reciente de España.
Emplazado en la vertiente meridional de la Sierra de Guadarrama y perteneciente al municipio de San Lorenzo de El Escorial, la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos es un templo dragado en roca granítica; su prolongación de 255 metros sobrepasa a la Basílica de San Pedro del Vaticano y su cúpula es únicamente menor en tan solo dos metros, siendo muchísimo más grande que la que atañe a Santa Sofía de Constantinopla.
Su imponente altiplanicie envuelta por cipreses confluye en el acceso al santuario, que amplificado por un gran pórtico horizontal invadido de columnas, es escoltado por dos grandiosos escudos de piedra con las águilas inconfundibles de la simbología franquista, que, hoy por hoy, es el vivo retrato de un valle de lágrimas.
Al entrecruzar sus gigantescas puertas custodiadas por ángeles metálicos, se escinde un pasadizo de 260 metros revestido de mármol, por donde fluyen diversas capillas con representaciones del Apocalipsis. El frío y el mutismo tenebroso convergen en el altar con los restos del capítulo más cruento de la Guerra Civil Española. Una vez en medio, aparece una puerta que abre la senda hasta el mismo corazón de la montaña, donde se muestra coronada una grandiosa imagen que encarna a La Piedad.
Asimismo, la gran Cruz que remata este monumento, posee 150 metros de elevación y cada brazo alcanza los 24 metros; algo así como lo correspondiente a una edificación de 10 pisos. De hecho, no existe en el continente europeo un levantamiento mortuorio semejante y mucho menos, en el Mediterráneo, donde sólo se le acerca la Gran Pirámide de Egipto con 146,6 metros de altura.
Ya, en los prolegómenos de la Cruzada de Liberación, don Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) tenía muy claro la premisa de hacer un obelisco funerario en honor a los Caídos, dignificado por una cruz permanente que atribuyera la paz y el perdón entre los hispanos. Las operaciones se prolongaron durante diecinueve años y en ella concurrieron miles de represaliados políticos como peones, subyugados a penosos episodios de trabajo.
Actualmente, este paraje continúa aprisionado en su pasado, donde el agreste y hermético paisaje que lo alberga, épocas atrás había sido asediado por bombardeos y el hambre. Tal vez, por ello, la aspereza misteriosa de este Valle parece revestida por un manto de amargura y tormento, donde sus defensores sostienen que se diseñó como recinto de descanso y quietud para los fallecidos en ambos bandos de la contienda, no cabiendo la tesis, que miles de presos políticos perecieran en su obra.
Con estos indicios preliminares, según expone el Informe de la Comisión de Expertos sobre el futuro del Valle de los Caídos, firmado en Madrid el 28 de noviembre de 2011, lo que aquí se relata, es la evidencia de un período tenebroso de la Historia de España.
Respetando la literalidad de dicha disposición, a través del Decreto de 1 de abril de 1940, publicado en el Boletín Oficial del Estado N.º 93 de fecha 2/IV/1940, se dispuso que se alcen una Basílica y un Monasterio en la finca de Cuelgamuros, como “lugar de meditación y de reposo en que las generaciones futuras rindan tributo de admiración a los que les legaron una España mejor”. Su apertura, el 1 de abril de 1959, se hizo coincidir con el XX Aniversario del final de la Guerra Civil (17/VII/1936-1/IV/1939).
Junto a sujetos asalariados, este proyecto colosal se materializó por un sinnúmero de reclusos políticos bajo las reglas de juego del Patronato Central de Redención de Penas por el Trabajo. Las labores comenzaron en 1941 con la supervisión del arquitecto don Pedro Muguruza Otaño (1893-1952), afín al bando vencedor, siendo reemplazado a partir de 1950 hasta 1959 por don Diego Méndez González (1906-1987).
En algo más de dos décadas, desde el 17 de marzo de 1959 hasta el 3 de julio de 1983, los Libros de Registro anotaron la cuantificación de entradas que se efectuaban en el Valle de los Caídos. En atención a los documentos que figuran en el Patrimonio Nacional, el balance de restos conservados de ambos bandos de la Guerra Civil asciende a 33.833 personas, de entre ellas, 21.423 están reconocidas y 12.410 persisten en el anonimato.
Dichos restos se produjeron en 491 traslados tanto de fosas como desde cementerios de cualesquiera de las provincias de España, a excepción de A Coruña, Ourense, Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife, para posteriormente ser colocados en columbarios individuales y colectivos, situados en las ocho excavaciones contiguas al crucero y a las capillas de la Basílica de la Santa Cruz. Las partidas más importantes se realizaron en 1959 con 11.329 cadáveres; en 1961, 6.607 y en 1968, 2.919.
Desde 1959, sucesivamente y sin interrupción, se han reubicado restos hasta 1975; en 1977 decreció a uno; en 1981, 304 y, finalmente, en 1983 se ocasionó la última variación. Por regiones, Madrid, Tarragona, Zaragoza y Teruel han sido las provincias que más cuerpos han aportado, a los que le han seguido Asturias, Castellón y Lleida. El Ministerio de la Gobernación y los Gobernadores Civiles de cada provincia, gestionaron los envíos; así, respectivamente, mediante Circulares de 31 de octubre de 1958 y 26 de febrero de 1959, se precisó la manera de actuar. La inmensa mayoría de los difuntos son hombres, toda vez, que el censo contrastado por el Ministerio de Justicia, refunde datos de 203 mujeres, cuyos restos se reasentaron a partir de 1959.
Con ocasión de la exhumación y consecuente traslado de los restos individuales reconocidos, hallados bien, en camposantos parroquiales, urbanos o específicos, había de intervenirse con la aprobación expresa de los familiares. En el caso de sepulturas, fosos o zanjas colectivas con restos total o parcialmente identificados, era inexcusable el visto bueno de los parientes.
Del mismo modo, llegado a coyunturas extremas que concurriesen en la falta de voluntad de los allegados, no debía iniciarse la exhumación. Sin embargo, en los sepulcros con restos sin nombres ni apellidos, se dictaminó continuar propiamente con el desenterramiento y subsiguiente traslado sin otros trámites, ni identificación o consentimiento de los emparentados.
El Decreto-ley de 23 de agosto de 1957, impreso en el B.O. del E. N.º 226 de fecha 5/IX/1957, por el que se establece la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, asignó la titularidad y mandato a esta fundación, cuyo Patronato y Representación incumbía al Jefe del Estado. En el artículo primero los designios fundacionales decía exactamente: “Rogar a Dios por las almas de los muertos en la Cruzada Nacional, impetrar las bendiciones del Altísimo para España y laborar por el conocimiento e implantación de la paz entre los hombres, sobre la base de la justicia social cristiana”.
Estas áreas se encomendaron a la Abadía Benedictina de la Santa Cruz, con un Convenio acordado a petición del Estado, que se dató el 29 de mayo de 1958 entre la Fundación y la Abadía Benedictina de Silos, previo Decreto de erección el 27 de mayo de 1958 por S.S. el Papa Pío XII (1939-1958).
Los deberes de la Orden religiosa residían en el sostenimiento del culto, el impulso de una escolanía, la directriz de un centro de aprendizaje social y la atención de la hospedería. Luego, el 7 de abril de 1960, S.S. el Papa Juan XXIII (1881-1963), estableció que la Iglesia de la Santa Cruz adquiriese el rango de Basílica Menor.
En nuestros días, de acuerdo con la Ley 23/1982, de 16 de junio, promulgada en el B.O. del E. N.º 148 de fecha 22/VI/1982, reguladora del Patrimonio Nacional y el Reglamento de dicha Ley, aprobado mediante Real Decreto 496/1987, de 19 de marzo, anunciado en el B.O.E. N.º 88 de fecha 13/IV/1987, las funciones del Patronato y Representación de la Fundación, se conceden al Consejo de Administración del Patrimonio Nacional.
En este mismo templo, en un punto relevante a pie del altar, se hallan los restos de don José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia (1903-1936), transportados desde el Monasterio de El Escorial con motivo del estreno de la Basílica; además, hasta hace escasos días, el día 24 de octubre de 2019, permanecían los restos de Franco, sepultado tras su defunción natural en 1975 y que en la fecha antes indicada, ha sido inhumado al cementerio de El Pardo Mingorrubio.
De la misma forma, como plantea el Informe de la Comisión de Expertos sobre el futuro del Valle de los Caídos, por Decreto-ley de 23 de agosto de 1957, se edificó como “magno monumento destinado a perpetuar la memoria de los Caídos en la Cruzada de Liberación”. Más adelante, se acabó por albergar los cuerpos de republicanos fusilados en sectores de retaguardia, que se encontraban en hondonadas comunes así como, probablemente, soldados que sucumbieron ejerciendo en las fuerzas de la República; lo que hasta no hace demasiados años, no se había considerado de dominio público.
De lo que se desprende, que en este momento, el Valle de los Caídos cuenta con el mayor osario de la Guerra Civil. Su génesis conceptual está expresada en el Decreto de construcción de 1 de abril de 1940, en el que se refiere como “un lugar retirado donde se levante el templo grandioso de nuestros muertos en que por los siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria”. Su realización consolidada, se produce tras una carta enviada el 23 de mayo de 1958 por don Camilo Alonso Vega (1889-1971) a los Gobernadores Civiles, en calidad de Ministro de la Gobernación y Presidente del Consejo de las Obras del Monumento Nacional a los Caídos.
En ella se suscribe al pie de la letra que “se hace preciso adoptar las medidas necesarias para dar cumplimiento a una de las finalidades perseguidas por la erección de dicho monumento: la de dar en él sepultura, a quiénes fueron sacrificados por Dios y por España y a cuantos cayeron en nuestra Cruzada, sin distinción del campo en que combatieron, según impone el espíritu cristiano de perdón que inspiró su creación, siempre que unos y otros fueran de nacionalidad española y religión católica”.
En definitiva, la Comisión de Expertos puntualiza que el Valle de los Caídos es un espacio de evidente valor histórico; sin duda, el emblema fundamental en cuanto al monumento de la Guerra Civil, así como de la dictadura franquista y del nacional-catolicismo de la época que se reseña.
En consecuencia, sobre los más de cinco millones de teselas que revisten el mosaico del Juicio Final, contenido en la bóveda de la cripta del Valle de los Caídos, aparentemente parece reposar la historia reciente de España; pero, verdaderamente, no descansa en la apacibilidad y menos, en el sosiego que merece.
La Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos o Cuelgamuros, como lo denominaron los penados y cautivos de guerra que lo levantaron a base de sudor y sangre, es por antonomasia la insignia pública del franquismo. A pesar de todo el entresijo de polémicas que se han suscitado, prosigue desempeñando cada una de las metas con las que se trazó antes que concluyese la Guerra Civil.
Sesenta años más tarde de su inauguración, su magnetismo se ha ido amortiguando proporcionalmente a la modernización y conformación democrática de los tiempos de hoy, pero, ni mucho menos se ha eclipsado. El adjetivado franquismo sociológico, producto de la amplia duración de la opresión y de las alteraciones económicas, culturales y sociales que padeció la población española a lo largo y ancho de poco más o menos cuarenta años, no puede comprimirse a un rostro meramente afligido, porque advertirlo así, sería incoherente.
También, ha variado su caracterización con la mayor parte de las alusiones a la dictadura, que por otro lado, parece que ya no tienen utilidad en la memoria histórica de un presente acelerado por la globalización; que al mismo tiempo, ha desvanecido la mayoría de sus referentes; cuando estas huellas del pasado que tanto incomodan, deberían continuar formando parte de la historia de España y como tales, permanecer, para que en el mañana sean tratadas por otras generaciones.
El argumento es bien complejo y está aferrado en la memoria traumática que cosechan las guerras civiles, y como tales, está dispuesto por miles de crónicas familiares sumergidas en el silencio más cruel; desprovisto de una versión oficial consensuada en el que se averigüe la verdad y nada más que la verdad, de lo que realmente ocurrió, para poner fin a una afrenta moral que sigue enquistada.
De ahí, que desde diversos puntos de la geografía española, numerosas familias buscan en lo recóndito y tratan de poner en marcha una acción de recuperación e identificación de restos, para proporcionarles una sepultura digna y ofrecerles el homenaje que merecen.
Por tanto, debería aparecer una oportunidad de conciliación que determine un antes y un después en las políticas públicas de la memoria, para que no sean interiorizadas como una anomalía e instintivamente no se obstruya en razón de la alternativa o del signo político que gobierne.
Más que implorar a las sombras del pasado, merecería la pena tratar de recuperar el auténtico interés por lo sucedido, para que dejasen de ser monopolizadas las muchas anomalías como un sesgo arrojadizo.
La imagen oficial del Valle de los Caídos sirve como espejo en el que mirarnos, ya que desde sus inicios por la disposición propagandística que ocupó, como la edificación en pleno atropello y controversia desde la Transición a la democracia, ha circulado con indiferencia premeditada hasta jalonar en este tiempo.
Promovido como se ha citado en 1940, aunque las tareas no concluyeron hasta la última etapa de los cincuenta, este tétrico lugar lo fraguó el Servicio de Propaganda Nacional con anterioridad a que terminase la contienda, para solemnizar “a los caídos por Dios y por España”.
Los otros, los derrotados, que no solo permanecieron postergados con este lastre, sino que se les forzó a edificarlo como presidiarios de guerra republicanos. Previamente, con sentencia firme, mediante el procedimiento de redención de penas por la implicación en la actividad; a posteriori, asignados en escuadrones de trabajos impuestos, empezaron a dar entidad a toda una empresa voluminosa a merced de grandes compañías constructoras privadas como Banús, Huarte y otras representaciones de la época.
Precisamente es aquí, donde reside una de las mayores dificultades que aparece a la hora de resignificar el Valle de los Caídos, ¿cómo afiliar o incluir a quiénes a todas luces se les repudió de él? Un asunto recurrente, nada más darse por despuntada su arquitectura, pero, que ni mucho menos descompuso los planes iniciales.
Conforme se ahuyentaron los espectros de la posguerra, se puso en escena todo un sistema que aparejó a los ayuntamientos la exhumación de las fosas comunes de su circunscripción y el reasentamiento de los miles de restos al Valle. Conocida la cuantía general de los cuerpos conducidos a la fuerza y sin la conformidad de sus deudos, un matiz que interesa no omitir, por lo que concierne a los derechos y la legalidad puestos en entela de juicio, a la hora de referirnos a las irregularidades que se perpetraron.
De esta manera, el Valle se armó de artificios de poder con en el que dominar el trazado franquista como dogma político antimoderno. Las señas de identidad así lo demuestran, comenzando por su enclave. Primero, El Escorial, como una expresión alusiva a la Monarquía Imperial del Rey Felipe II y de descanso de los Reyes de España; segundo, el componente católico tradicionalista, retratado con la gran cruz redentora, como la más enorme que pudiera elevarse y ser avistada desde la villa de Madrid.
Y tercero, la cripta estaba reservada a Primo de Rivera, un convencionalismo con el que el falangismo quedaba recubierto en el nuevo estado franquista. Esta combinación de mecanismos políticos y religiosos en un característico estilo barroco, garantizaban un último ingrediente, el de la identidad corporativa militar de una dictadura que inoculaba sus ambiciones; lógicamente, acentuadas de principio a fin con la Guerra Civil.
Lo ciertos es, que en el Valle de los Caídos yacen miles de asesinados y ejecutados, víctimas de la represión, la cacería y los crímenes consumados por el régimen franquista, muchos de los cuales, siquiera sin identificar y la mayoría trasteados sin el conocimiento ni autorización de sus seres queridos; una realidad inconcebible y de ultraje añadido intolerante.
Con el acontecer de las épocas, la recuperación de los restos desde las entrañas de este mausoleo, pretenden dignamente dar entierro junto a los suyos, pese a que los inconvenientes son ilimitados.
Décadas de ocultación y omisión, redundante burocracia unida al secretismo aplicado y las diligencias en vigor, hacen mayor la agonía, de quiénes legítimamente lo desean. Es por ello, tan necesario como ineludible, un estímulo político reverente y cuidadoso con la memoria histórica de España, que otorgue un hálito de esperanza, justicia y apuesta por una convivencia democrática, que de una vez por todas, cierre una grieta que confirma la desestimación e injuria a cada una de las víctimas.

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