Tener un hermano mayor fuera de serie, con un extraordinario expediente académico, es algo que ha condicionado mi vida, y no precisamente para mal, sino todo lo contrario. Desde que, en aquel vetusto y ya desaparecido Instituto de detrás del Casino Militar, comencé a estudiar el bachillerato de siete cursos, hasta que terminé los cinco años de la licenciatura en Derecho, he tenido que oír de boca de mis profesores, una y otra vez, la frase “usted no es como su hermano” (en aquella lejana época, los profesores del Instituto nos hablaban de “usted” a los alumnos, el mismo tratamiento que, como impone –o imponía- el respeto, les dábamos a ellos). Y no es que mi hermano fuese un empollón, que no lo era, sino que la naturaleza le dotó de una inteligencia y de una capacidad de asimilación superiores a lo normal, porque, dedicándole al estudio el tiempo justo, ha dispuesto siempre de horas más que suficientes para divertirse de lo lindo. Bueno, siempre no, pues cuando preparaba su oposición a la cátedra de Derecho Mercantil, supo apretar de verdad, pero, en general, compaginó muy bien los estudios con el ocio, tanto en el bachillerato como en la carrera y en el doctorado que obtuvo, allá en la universidad de Bolonia, adonde fue gracias a la beca que logró por su brillante expediente, repleto de matrículas de honor. Un sabio padre salesiano, director del Colegio Mayor sevillano donde mi hermano residió durante los cinco cursos de la carrera, le dedicó, cuando la terminó, un precioso artículo titulado “Saber equilibrar”. Se ve que llegó a conocerlo a fondo, porque, estudiando como estudiaba, nunca le faltaron ni amigos, ni bailes, ni cine, ni “romances”, ni deportes –jugó de medio (confiesa que mal) en el “Pandilla”, un equipito ceutí de estudiantes aficionados que competía allá por la muy lejana década de los cuarenta del pasado siglo. Pero, mientras tanto, la supuesta maldición del “usted no es como su hermano” me perseguía sin cesar. Cuando llegué al Instituto, él empezaba el séptimo curso, pues hasta en eso me ganó, ya que, llevándome menos de cinco años, aprobó su examen de ingreso con nueve, y no con los diez que eran de rigor. En todo caso, y frente a quienes pudieran pensar que la repetición de esa frase me iba a molestar y a ocasionar celos, envidia o pelusilla, debo aclarar, sin mayor demora, que de eso, nada de nada. Todo lo contrario, tal especie de condena me sirvió como emulación, como un noble acicate, como un a modo de aguijón para mi amor propio, gracias a lo cual –sin haberme gustado estudiar- me convertí en un buen alumno, por encima de la media, con mis matrículas, mis sobresalientes, mis notables (la calificación media de mi vida estudiantil) y también mis aprobados rasos. En mi expediente académico –sumados los doce años de bachillerato y carrera- solo aparece un suspenso, que me endosó muy injustamente cierto catedrático de Derecho Civil, quien, además, aconsejó a mi padre que me pusiera un taller de bicicletas, porque –según creía- yo no servía para estudiar. La verdad es que cada vez que me han impuesto una condecoración (no es presunción, pero poseo ya varias) pienso cómo me agradaría que ése profesor lo viera, arrepentido, desde allá arriba, acompañando a mi satisfecho padre en los palcos del cielo. Y, muy en especial, la que recibí recientemente, la Cruz distinguida de primera clase de la Orden de San Raimundo de Peñafort, porque ésta es precisamente la Orden que distingue a los buenos juristas. Repito: muy lejos de haberme llevado a envidiar a mi hermano, su magnífico ejemplo resultó fundamental en el devenir de mi vida, pues esos “usted no es como…” me llevaron a ser como soy, lo que soy y lo que he sido. Sin ellos, hasta es posible que lo del taller de bicicletas hubiese sido realidad, aunque lo dudo mucho, porque en manualidades soy un auténtico desastre. Ambos –mi hermano y yo- nos profesamos un entrañable cariño fraternal difícilmente igualable y creo que imposible de superar. La distancia no nos supone ningún problema; nos une el móvil, pues hablamos varias veces a la semana. Sin ponernos previamente de acuerdo, compartimos las mismas ideas políticas y, en lo deportivo (algo que no deja de tener su importancia) ambos somos de la selección nacional, del Ceuta y del Madrid, y hasta me ha contagiado su ligera faceta bética. En nuestras conversaciones telefónicas de los domingos por la noche, no falta su pregunta acerca de cómo ha quedado el equipo representativo de Ceuta, se llame como se llame y juegue en la división que juegue. Por coincidir, coincidimos en pertenecer ambos a la Orden de San Raimundo de Peñafort, aunque él con la Gran Cruz y yo con la más modesta Cruz distinguida a la que antes aludí. Es evidente que, incluso a estas alturas de nuestras vidas (el acaba de cumplir 88 años mucho mejor llevados que yo llevo mis 83) los que conceden estas distinciones siguen pensando de mí eso de “usted no es como su hermano”, si bien, eso sí, reconocen que también valgo algo. Ahora y antes, nunca me ha importado en absoluto reconocer que quienes dicen eso de “usted no es como su hermano” llevan mucha razón, tanta que hasta me obligaron a estudiar, a sacar buenas notas y todo un título universitario. Nada menos que eso tengo que agradecerles.
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