Aunque, efectivamente, amargarse la vida es muy fácil, desarrollar el arte de amargarse la vida de una manera sistemática requiere cierto aprendizaje que se adquiere desde la más tierna infancia. Es cierto que algunos episodios por sí solos nos hacen sufrir y que algunas personas “hartibles” poseen especial habilidad para estropearnos el día, pero también es verdad que, a veces, somos nosotros mismos los que nos empeñamos en castigarnos y los que disfrutamos mostrando al mundo entero lo sufridores que somos. Todos conocemos a personas normales que se regocijan con las penas o, al menos, con el relato de los dolores que, de manera permanente, ellos padecen. Y es que quejarse es una de las maneras más frecuentes de llamar la atención y de darnos importancia. De la misma manera que unos alardean de guapos, de listos, de ricos o de fuertes, otros, por el contrario, presumen de ser unos eternos mártires. Son aquellos que se convencen ellos mismos y nos demuestran a los demás que, hasta las acciones más inocuas, encierran componentes dañinos que los hieren o que los ofenden.
¿Conoce usted a alguna de esas personas que, de manera permanente, interpretan los sucesos cotidianos como insoportables, y los eventos triviales como desmesurados? Aunque es cierto que esta singular manera de ser depende en parte de los genes y de la educación que han recibido, también es verdad que la psicología nos enseña que nosotros mismos podemos -¿debemos?- ser los creadores de nuestra propia felicidad limpiando de manera permanente los molestos pedruscos del camino y fortaleciendo la piel del cuerpo y del espíritu. Tengo la impresión, sin embargo, de que en la actualidad la queja, igual que los malos modos, goza de un brillante prestigio, sobre todo, en algunos medios de comunicación. Si hace algún tiempo, la prudencia y la discreción se mostraban como un lujo, ahora es la protesta la que se exhibe como un signo de distinción. Quizás sea una manera de expresar el rechazo de otros desórdenes presentes o pasados, estimulados por la admiración de los reprimidos ante el poder emocional de los que están justamente indignados. Pero puede ser también el síntoma de un suave masoquismo, esa tendencia de algunas personas a disfrutar sintiendo dolor, imaginando que sufren, o quizás su origen estribe en el profundo convencimiento del valor salvífico del sufrimiento.
Recordemos que, en otros tiempos –y hoy en algunas culturas- el sufrimiento era utilizado como la vía segura para alcanzar un estado de misticismo y la comunión con la divinidad. Por eso, algunos creyentes, en vez de curar o morir, preferían seguir sufriendo. En la actualidad, algunos masoquistas están convencidos de que hemos de cultivar el dolor por sí mismo porque nos proporciona felicidad; por eso nos animan para que disfrutemos con nuestro propio sufrimiento, para que nos autoflagelemos, para que nos provoquemos daño físico, nos lastimemos, nos pinchemos e, incluso, nos mutilemos. Menos mal que, de vez en cuando, se asoman a los periódicos esos anestesistas que hacen lo posible para que nuestro organismo soporte las agresiones que nos causan los desaprensivos y las molestias que nos proporcionan los desquiciados, y, que por otro lado, contamos con las unidades de cuidados paliativos que, constituidas por profesionales equilibrados, atenúan los dolores de cabeza y mitigan los sufrimientos del espíritu que generan tantos radicales de los diferentes bandas y bandos.
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