Categorías: Opinión

Unas vacaciones inolvidables

Circunstancias que no vienen al caso me están llevando a disfrutar de unas vacaciones inolvidables. A pesar de la terrible crisis económica y humana que se padece en muchos lugares del mundo. No se trata de un viaje a un pais exótico. Ni de un maravilloso crucero con parada en históricos y bellos puertos. Ni siquiera de unas vacaciones de esas llamadas “solidarias”, en las que te vas a colaborar con alguna ONG en una buena causa. Es algo más sencillo y barato. He estado pasando unos días en nuestra casa familiar del pueblo. Sin agobios, ni plazos, ni ruidos. Con el sólo compromiso de pasear por el monte a mis perros.
Mi pueblo, Dílar, es una pequeña localidad granadina de apenas dos mil habitantes, que se encuentra situado en pleno corazón del Parque Natural de Sierra Nevada. A pesar de estar ubicado a poco más de diez kilómetros de la capital, sus bellos paisajes han permanecido ajenos a la locura urbanística y especuladora de las pasadas décadas. Para ello tuvimos que hacer alguna movilización popular y echar del Ayuntamiento a los que se creían que gobernar es como gestionar un cortijo. Pero de ello hace bastante tiempo. Lo cierto es que desde el mismísimo Pico del Veleta, hasta el lugar conocido como Suspiro del Moro, podemos presumir de seguir contando con algunos de los más hermosos parajes naturales de la provincia de Granada, que la mano del hombre no ha logrado destruir aún. Amigos míos de Ceuta pueden dar fe de lo que les cuento.  
Nuestra casa es una sencilla vivienda, construida en la década de los 60 con dinero procedente de la emigración española. A pesar de algunas reformas que se le han hecho, conserva gran parte de su antigua estructura. Anchos muros de barro prensado y piedra la protegen, de forma natural, de los bruscos cambios de temperatura exterior. Las ventanas de doble acristalamiento, la aíslan también de los ruidos externos. Su orientación suroeste le hace que esté bien iluminada, y que el sol y las sombras se puedan alternar entre habitaciones a lo largo del día. También ocurre con sus terrazas. Dependiendo de la estación, o de la hora del día, su ubicación reunirá determinadas características de temperatura y luminosidad que la harán apropiada para una u otra actividad. Mi quehacer diario comienza al amanecer. A esta hora del día, el canto del gallo, el aleteo de los pájaros, o el ladrido de los perros suena diferente. Esperar a que se haga la luz por encima de las majestuosas montañas que rodean el municipio, mientras saboreas una taza de café en la parte más alta de la casa, es un espectáculo indescriptible. Inmediatamente mis perros me reclaman. Es la hora del paseo por el monte. Afortunadamente, a menos de media hora caminando podemos estar entre los pinares del Parque Natural. Andar por el bosque a esta hora tiene efectos reparadores y beneficiosos. Te ayuda a oxigenar tus pulmones y a aclarar tu mente.   A la vuelta, todavía temprano, comienza mi actividad más intelectual. Aprovecho para estudiar y ponerme al día en materias que me interesan. Esto lo suelo hacer hasta la hora del medio día. Es cuando pongo en práctica mi afición culinaria. Poder cocinarme unas simples patatas fritas en la lumbre. O hacer un buen pan artesano en el horno de leña, me hace recordar tiempos y costumbres pasadas que deberían recuperarse. Después de esto viene la siesta. Poca cosa. No más de media hora. Aunque en una de las habitaciones de la planta baja que aún no han recibido el sofocante calor del sol del verano andaluz. Acto seguido, una de las terrazas de la parte trasera, que a esa hora están resguardadas del sol, me espera para mi lectura diaria. Sobre la mesa tengo dos libros muy diferentes. Por un lado, “La mujer rota”, de Simone de Beauvoir. Un relato serio y profundo sobre la realidad que sufren muchas mujeres, que aunque se hizo en la década de los sesenta del pasado siglo, nos puede ayudar a comprender su situación actual. Por otro, “El día después de Bolonia”, en el que una serie de expertos nos hablan de la sociedad del conocimiento y de las relaciones de la Universidad con la sociedad.  
Y ya la última fase del largo día. Tras contemplar el rojizo espectáculo que ofrece el sol en su ocaso, la cena tranquila a la luz de la luna, en otra de las terrazas. En ella, acompañado de una copa de buen vino, el día que se va te sigue dando sorpresas. La magia y el embrujo de la noche te permiten escuchar los sonidos que surgen más allá del silencio. Y ver lo que hay tras las hojas de los árboles. Y también intentar descifrar los mensajes que, durante siglos, han dejado escritos las estrellas en el firmamento. En ese corto espacio de tiempo pueden aparecer varias estrellas fugaces. Si estás alerta en el momento preciso, siempre antes de su rápida desaparición, les puedes pedir deseos. Si se les plantean de forma sincera y profunda, se suelen cumplir.
Y por fin la noche. Para descansar y para soñar. Un descanso que se hace intenso, al no estar acompañado del terrible ruido. Esa plaga que ahoga la vida en las modernas ciudades. Un sueño del que a veces me despierto sobresaltado, también en vacaciones, por las injusticias que siguen produciéndose en el mundo. En este caso por el final, que no llega, del sátrapa de Libia.

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