Estamos acostumbrados a escuchar a los que hablan más alto que otros y gesticulan para enardecer a su auditorio; a veces hasta utilizan frases hechas cuyo objetivo es acercarse más al sentir de cada una de las personas que los escuchan. Es una técnica que hay que saber utilizar, pues cualquier fallo suele llevar al fracaso y, a veces, al descrédito de quienes han intentado ganarse la voluntad de quienes los escuchaban. Últimamente hemos tenido unas largas series de mítines, previos a las elecciones generales y andaluzas. En ellos contaba la calidad de quienes hablaban y también la cantidad de gente que asistía y la cantidad de banderas, de todo tipo, a las que no se les daba un instante de descanso. Al final se recordaba una que otra frase allí oída y por encima de ello el bullicio de la gente que movía las banderas en los momentos que alguien estimaba que eran los más adecuados para subrayar algo que se había dicho en la tribuna.
Se echa de menos algo más íntimo y sereno. Algo que sea una comunicación más directa, más personal, más inteligente, en el sentido de que se hace trabajar exclusivamente a la inteligencia sin otros aderezos más o menos ruidosos, para poder llegar al fondo de las cuestiones que se expongan. El ser humano está dotado de inteligencia y ésta le hace comprender que, en ocasiones, puede estar equivocado. Esa facultad necesita serenidad de espíritu y de ambiente. ¡Cuánto se agradece ese tiempo de silencio en el que las cosas se ven de forma bien distinta a como fueron apreciadas en momentos en los que no se era dueño de sí mismo! Somos prisioneros del ambiente y éste no es de serenidad; la confusión es lo dominante y se hace caso omiso de todo lo que sea delicadeza. En ese ambiente de confusión se hace muy difícil y hasta imposible, en ciertos casos, la importante y necesaria labor de la educación.
Hace sólo unos cuantos días una gran orquesta interpretaba una de las grandes obras musicales que se consideran excepcionales y eternas. Ni que decir tiene que seguirla, a través de la TV, en la serenidad del cuarto de estar de casa fue un verdadero regalo; algo de maravilla que seguro habrán disfrutado muchas otras personas, además de quienes asistieron al concierto. Era todo un espectáculo de gran calidad que todos apreciaron y premiaron con un aplauso general y muy prolongado. Fue un espectáculo de gran formato y era imposible poder atender a cada uno de los intérpretes, salvo en momentos muy especiales en los que la cámara de TV lo enfocaba. Desde el Director hasta el profesor de los timbales, todos tenían mucho que mostrar con su arte y con la interpretación que estaban haciendo, pero no se podía seguir, cada una de ellas, en toda su verdadera dimensión. Nos sobrepasaba, envolviéndonos en la plenitud de la gran sinfonía.
Después, pasados unos días de lo anterior, tuve ocasión de ver y oír la actuación de una pequeña orquesta constituida por cinco personas y aquí si que se podía disfrutar de una forma bien distinta a la de la gran orquesta. Prácticamente se tenía a los cinco reunidos junto a uno mismo, casi en el cuarto de estar de casa. Era una experiencia bien distinta a la otra y tenía la virtud - entre otras - de la intimidad; esa que tantas veces echamos de menos en las relaciones diarias de nuestro quehacer personal. Necesitamos buscar y lograr el contacto personal y en del pequeño grupo con el que siempre podremos aprender porque nunca habrá reservas mentales ni detalles insospechados.
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