En Ceuta y Melilla se cuece un proceso de radicalización islamista importante”. Esta frase ha sido titular de diversos medios de comunicación de ámbito nacional. Coincide, de algún modo, con las estridentes declaraciones efectuadas por el delegado del Gobierno en Ceuta no hace mucho tiempo.
Por otro lado, un periodista, muy reputado por su especialización en los asuntos del norte de África, explicaba las claves de este fenómeno en un artículo publicado en el diario El Mundo el pasado sábado. Según expone, el porcentaje de radicales alistados en la yihad procedente de España es ínfimo (sobre todo en comparación con otros países europeos). Sin embargo, existe una enorme preocupación por la elevada concentración de ellos que se detecta en las ciudades españolas de Ceuta y Melilla (la mitad del total, entre una población de, sólo, ochenta y cinco mil musulmanes). Concluye su análisis imputando este hecho a la ósmosis que se produce entre la población musulmana española y la del entorno marroquí. Al margen de la mayor o menor precisión en los diagnósticos, todo parece apuntar a que, efectivamente, estamos ante un serio problema.
Ante esta tesitura, lo que nos corresponde a los ceutíes es interpretar las claves del conflicto de la manera más correcta posible, para concluir en la estrategia más inteligente. Aunque la experiencia nos induce a pensar que, lo más probable, es que nos perdamos en la habitual miscelánea de exabruptos, lamentos y delirios, tan estériles como crispantes. Un requisito indispensable para analizar esta cuestión con rigor es deslindar con exactitud los efectos de la causas. Y otro, no menos importante, es saber identificar (y orillar) los prejuicios.
En este sentido, lo primero que hemos de tener en cuenta es que el llamado “terrorismo islámico” no es un fenómeno de carácter religioso, sino político. Si alimentamos esta confusión, no llegaremos a ninguna parte. El islam no promueve la violencia. Las religiones (todas) son códigos morales que se fundamentan en la paz, la fraternidad y la misericordia, como cimientos de la vida en común. Otra cosa bien distinta es la desnaturalización de la religión hasta convertirla en un factor de cohesión emocional con la intención de deslizarse hacia el ámbito de la lucha por el poder (la política). Esto sucede, y ha sucedido, con relativa frecuencia a lo largo de la historia (baste recordar “las cruzadas”). Quienes de manera directa o indirecta, por acción o por omisión, vinculen o relacionen el terrorismo con la religión islámica se convierten automáticamente en peligrosos pirómanos.
La segunda idea, sobre la que existe un amplio consenso, es que ese reclutamiento de soldados apelando a los designios de dios, encuentra un caldo de cultivo más propicio en la marginación extrema (desesperación). Esto es de una lógica aplastante. Todo ser humano necesita revestir su existencia de dignidad. Y cuando todo es oscuridad, la creencia en una causa justa ilumina con fuerza una nueva vida pletórica de espiritualidad. La motivación mueve el mundo.
Uno de los defectos más graves de la vida pública de Ceuta es la falta de sinceridad. No cuesta un trabajo enorme reconocer las cosas. Este es un claro ejemplo. Deberíamos empezar por asumir que estamos condenando al hacinamiento psicológico a centenares de jóvenes. No es sólo la falta de oportunidades (laborales y sociales), también, y de manera muy notoria, la falta de afectividad institucional. Probablemente de manera tan involuntaria como irresponsable, estamos contribuyendo a una causa horripilante.
En este escenario los ceutíes tenemos dos opciones. La primera es obrar con inteligencia. Comprender que cada uno de nosotros, con nuestra conducta cotidiana, desempeña un papel importante en el devenir de nuestra Ciudad. Sancionar con dureza los comportamientos racistas, favorecer la efectiva igualdad de oportunidades, hacer que cada persona de las que conviven con nosotros se sienta querida y atendida, distinguir las intenciones (las buenas de las malas), saber compatibilizar principios e intereses, priorizar adecuadamente los valores colectivos y despreciar a los individuos perturbadores. La segunda opción, la torpe, la que nos lleva al precipicio, es llamar “terroristas” a todos los musulmanes, reclamar más contundencia a las fuerzas policiales, tolerar (entender) el racismo, denigrar a las personas necesitadas acusándolas de ser “sanguijuelas” de nuestros impuestos e invitar al éxodo a Marruecos a todo aquel que se considere “molesto”.
La tragedia de esta Ciudad es que, hasta ahora, son muchos más los que eligen la segunda opción. El auténtico peligro está en la torpeza.