Orensano de 1897, Eduardo Blanco Amor es uno de los más conspicuos narradores de las literaturas gallega y castellana del pasado siglo; y, concretamente, La parranda, la obra que me dispongo a comentar, según Anxo Tarrío Varela, “uno de los textos narrativos más interesantes de la literatura europea”.
Publicada originalmente en gallego, en Buenos Aires, en 1959 (A esmorga), la novela fue traducida al castellano por su autor tres años después: Tarrío, en su Literatura gallega, afirma que esta autoversión fue llevada a cabo “en condiciones de premura económica”, lo que, según el crítico, hizo que en ella no se vertieran cabalmente las virtudes del original. Algo que nosotros –aunque el texto castellano nos parezca literariamente inmejorable-, desconocedores del texto primigenio, no podemos confirmar.
Omitiendo el determinante, Gonzalo Suárez, en 1977, llevó esta novela a la pantalla en una película –protagonizada por José Luis Gómez, Ferrandis y José Sacristán- que, aunque notable, quedó bastante lejos de recoger la esencia de la obra.
En el relato se nos narra la delictiva conducta de Juan Fariña y Eladio Vilarchao, quienes, tras tres días cometiendo excesos de todo tipo por la ciudad y aledaños, terminan trágicamente.
Los relata ante un juez Cipriano Canedo, Cibrán, testigo y partícipe de los mismos durante la última jornada: un lunes en que, cuando se dirigía hacia su trabajo, se encontró con la pareja y se decidiera a acompañarlos. Este, al concluir la declaración, debido al terror que le producía volver al cuartelillo de la guardia civil, se suicidó.
El material narrativo se estructura en cinco capítulos, enmarcados por una introducción (Documentación) y un breve parágrafo final debido al narrador principal.
Los finales de los capítulos, como es obligado en un narrador de raza, dejan al lector en ascuas o con una más o menos acentuada expectativa, lo que le obliga indefectiblemente a proseguir.
La obra, novela itinerante, se desarrolla en Auria (claro trasunto del Orense natal) y sus alrededores; por eso, toda ella está salteada de topónimos y nombres de establecimientos: calles, plazas, fuentes, caminos, arrabales, etcétera; taberna de la tía Esquilacha, mesón del Rojo, casa de la Matildona, de la Monfortina; aquellos, al menos, reales.
Los personajes principales son los tres que hemos indicado, caracterizados indirectamente, y aludidos generalmente por sus numerosos y reveladores motes:
Canedo: Cibrán, Castizo, Sietelenguas, Gorrapodre.
Fariña: Bocas, Alicante, Pecholobo.
Vilarchao: Milhombres, Docesapos, Papahílos, Maricallas.
Aparecen a lo largo de la obra bastantes personajes más, entre los que destaca, por los rasgos expresionistas con que el narrador la describe la prostituta Matildona: “(…) como siempre, estaba espernancada, casi montada, sobre el brasero, con un cigarro en el canto de la boca, las piernas como vigas maestras y aquella carota, maltratada de la viruela (…), rematada en dos papos colgantes y fofos como si no fuesen de ella. Tenía en el brasero un cazuelo de barro con vino a templar, y cada tanto pegaba en él, recogiendo para atrás toda aquella carnaza que tiene por espetera, para que no le estorbase la visión, y le daba tales tragos que lo dejaban mediado, por lo que lo volvía a llenar. Después de cada metido, soltaba un regüeldo y decía, para sí, muy seria: “Buen provecho, Matilde; que estas sean las pestes que te maten, y que se joda el mundo”.
Y la Pioja: “(…) apareció asomando sus hocicos lardosos de tragona y su nariz de borracha”.
Por medio de la declaración de Cibrán, aparte de él, Bocas y Milhombres quedan magistralmente retratados. El apodo de este, por cierto, es claramente antifrásico: su po- co viril condición es pronta y reiteradamente resaltada: “(…) y el Milhombres tirándome pellizcos a la entrepierna, como tiene por jodida costumbre”. “El Milhombres metió luego la manta en el cinto, como una saya, y se puso a bailar el “Morrongo”, a imitanza de una tía que vino para las fiestas del Corpus”. “(…) el Milhombres por los altos de la nariz con su risita de costurera”. “(…) El Milhombres se echó por encima unas ristras de ajos, a modo de collares, y se puso a hacer imitanza de las madrileñas que vienen al café cantante, echando coplas y meneándose de caderas, propiamente como una zorra”.
Por otra parte, sus nada equívocas relaciones con Bocas acentúan la depravación de este, aclamado, por demás, como héroe en los burdeles.
Cuando Cibrán le reprocha a Bocas su amistad con “semejante basura”, además con tintes masoquistas, este le responde que sin él no se divierte “(…) y si andamos juntos siempre tiene que llegar un momento en que tenemos que pegarnos, o mejor dicho, en que tengo que zurrarlo, venga o no a cuento”.
Aparte de la del narrador principal, como apuntamos, el peso de la historia recae casi totalmente sobre Cibrán, el narrador protagonista.
Se alternan en el relato, eficazmente, los estilos directo e indirecto.
Seguido por el referente a la bebida y sus efectos, el campo semántico predominante en el relato, con mucha diferencia –como es de prever en una obra que acaece en tierras gallegas-, es el de la meteorología (lluvia, niebla, frío, friaje, helada, orvallar, viento, turbión, gotas, aguanieve, temporal, escampar, escarcha…).
La lluvia concretamente, por lo que a Cibrán se refiere, es la que conduce a la tragedia; por ella, como señala Tarrío Varela, era costumbre que las obras de la carretera, donde trabajaba aquel, se detuvieran y, por tanto, el haber sucumbido a la tentación de unirse a la parranda le proporcionaba una coartada y una justificación. El personaje lo dice claramente:
“-Ah, eso le parecerá a usté, pero yo tengo que decir que la lluvia tuvo mitad de la culpa, aunque no se lo crea (…). Si en lugar de aquel orvallo, frío y apegadizo, que me encontré a poco de salir de casa, y de aquella lluvia sin tregua que luego se echó sobre el mundo, que era como andar con la pesadilla sin tener por dónde salir, muchas cosas no hubieran ocurrido, pues yo me hubiera ido al trabajo sin que nadie fuese quién para detenerme”.
Y precisamente la fatalidad llega en el momento en que el personaje tiene el firme propósito de dar un nuevo rumbo a su vida:
“-(…) No voy a ponerme ahora a decir que soy peor o mejor que ellos, pero en este caso yo tenía la intención de ser, en adelante, de otro modo o portarme de otro modo, que viene a ser igual…”
Y prosigue:
“-(…) La perdición me había salido al camino con aquellos desgraciados y me veía metido en cosas que nunca enjamás había pensado hacer. Y lo que más me dolía es que todo me viniera a ocurrir cuando me había determinado a ser hombre cabal, como si una maldición hubiese venido a privarme de ello en el mismo instante en que lo ponía por obra, que maldita sea la…”
Pese a ser una auténtica tragedia, la obra no está exenta de un sutil humor que, por contraste, intensifica aquellos rasgos. En este aspecto, lo más destacable quizás sean las reiteradas veces en que Cibrán, dirigiéndose al juez, da por sentado el conocimiento directo por parte de este de las cualidades del pupilaje e interioridades organizativas de los prostíbulos locales con el consiguiente sobresalto y protesta inmediata del magistrado: “La Viguesa, como usté sabe…bueno, o séase, como sabe aquí todo el mundo, es la mejor con mucha diferencia , de las que tiene la Matildona (…), y que si no está en casa de la Zorrita, que es, como usté sabe, de a duro, y no de a peseta”; “ (…) terminó de muy mal modo la Pioja, pues es la encargada de la Monfortina, como usté sabe…”. El declarante, ante ello, inmediatamente se disculpa:
“-Bueno. Usté dispense que no quise ofender pero aquí sabe esas cosas todo el mundo (…)”.
Todas las intervenciones del juez están elípticas, marcadas en el texto con la raya de inicio de diálogo.
También cuando en el burdel de la Matildona, ante el insistente acoso a Castizo por parte de la Costilleta, aquella le ordena:
“-¡Deja en paz al hombre! No hay que chinchar tanto a los hombres cuando no quieren ocuparse de suyo, que esta es una casa decente, no es la casa de la Perrancha y otras por el estilo…”.
Entre las frases que la hetaira le dirigió al mozo para “camelarlo” destaca:
“-¡Ay, reiciño mío(…) , tú sí que eres hombre para sacarle la barriga de mal año a diez mujeres! ¡Ven para acá, truhan!... ¿Vamos?”.
El discurso, el idiolecto de Cibrán, en el hablante o lector medio, por lo general produce un gran extrañamiento; los recursos literarios utilizados –que, en suma, intentan recrear un sociolecto suburbial-, intensifican extraordinariamente la función poética del relato. Entre estos mecanismos o recursos extrañadores que tanta singularidad confieren al texto destacan la prefijación y sufijación temática, los neologismos, los cambios de género y de categoría gramatical, las perífrasis, los arcaísmos, los vulgarismos y voces populares, la adjetivación, los símiles, las metáforas, las elusiones, etcétera, etcétera.
El lenguaje de Blanco Amor , desde el primer momento, nos recuerda el de otros dos grandes maestros de nuestra lengua, ya citados por mí en un anterior artículo: el dramaturgo y novelista Francisco Nieva y el narrador Francisco García Pavón. Muchos de los recursos utilizados por estos en sus obras son idénticos a los del narrador orensano, y, en el caso de García Pavón –especialmente en las novelas y relatos del ciclo Plinio-, son similares también la concepción y el tratamiento de erotismo y los procedimientos esperpentizadores o caricaturizadores de la realidad.
Extraordinario narrador en castellano –aparte de gran poeta y dramaturgo en gallego-, pese a ser preterido en gran parte de los manuales y estudios sobre novela española de posguerra, Eduardo Blanco Amor es autor de una de las obras más relevantes de este periodo. La catedral y el niño y Los miedos constituyen toda su producción narrativa en castellano; Las musarañas, también autotraducción del original gallego Os biosbardos, es un excelente libro de relatos en el que se evoca el mundo de la infancia. Su última obra, Xente ao lonxe, que, como todas sus novelas también transcurre en Orense, fue publicada con mutilaciones de la censura en 1972, y en su versión completa, igualmente autoversionada, con el título de Aquella gente…, en 1976.
Si originalmente escrita y publicada en gallego, por la excelente versión de su autor –a pesar de lo que dice Tarrío Varela, como ya apuntamos-, La parranda puede considerarse plenamente inserta en la literatura en castellano.
Y dada su breve extensión y sus excelentes calidades, una vez más viene a confirmarse el refrán de que “ni por grande dicen bueno ni por chico dicen ruin”: gran error asociar cantidad a calidad, como tantas veces se acostumbra a hacer en la sociedad actual; aquí, en contraposición, podríamos también ahora aducir otro: “el buen perfume, en frasco pequeño”. Bastaría recordar a este respecto algunos otros títulos: El túnel, de Sábato; El sur, Adelaida García Morales; Lampedusa, de Rafael Argullol; Réquiem por un campesino español, de Sender; Los cachorros, de Vargas Llosa, etcétera, etcétera.
En resumen, para el que la conozca, como dice Tarrío, por los valores anteriormente reseñados, en absoluto puede resultar hiperbólico calificar La parranda como una de las obras más interesantes de las literaturas de nuestro continente.
(La obra –que también fue publicada por el Círculo de Lectores en 1975-, para aquellos a quienes interese su lectura, se puede fácilmente conseguir en Ediciones Júcar).
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