España, a pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, a veces ha dado la impresión de tener más dificultades que otros países de su entorno para gestionar e incluso para localizar y hasta para identificar, el interés nacional.
España es un país medio-alto del flanco sur europeo. Pero también cuenta con una historia grandiosa que la llevó a ser primera potencia mundial. Los restos irresueltos de esa historia privativa, son los contenciosos diplomáticos españoles. Asumirlos y responsabilizarse debidamente de ellos, constituye hoy la gran misión a cumplir.
Por encima de las incorrecciones de diversa índole que llenan todos nuestros libros y las referencias a ellos y que no volveremos a escribir, ya no puede postergarse más la creación de una oficina para los contenciosos, como vengo pidiendo desde hace tiempo, desde no mucho después de tener el honor de ser el único diplomático que se ocupó in situ de los 335 compatriotas que quedaron en el Sáhara, a los que censé, siendo felicitado y condecorado también por tan relevante misión, quizá una de las mayores de protección de españoles del siglo XX. Más o menos, pues, desde que “tengo uso de razón diplomática” en el tema clásico, histórico y recurrente de los contenciosos de nuestra política exterior, donde mi competencia está considerada al máximo nivel.
Lo primero sería darles el tratamiento adecuado, lo que conlleva la creación de un centro que permita estudiarles no sólo en sus peculiaridades sino además analizarles de manera unitaria y coordinada, superando la tradicional polisinodia hispánica desde Felipe II, que decía García de Enterría, de los distintos centros concernidos y competentes, que a la postre se tornaban en un seminúcleo incompetente.
Resultando irrelevantes su denominación, carácter y rango, la ubicación debería de estar en Presidencia, en aras de una mejor coordinación y mayor congruencia. Y poco más que argumentar en asunto tan diáfano, que incluso desde el punto de vista administrativo implicaría un gasto adicional menor, ya que podría utilizarse la actual oficina para Gibraltar, del ministerio de Asuntos Exteriores, bastando con incluir en ella, los demás contenciosos. El balance que vengo haciendo sobre las seis controversias internacionales de España, abona todavía más, en su, con las correspondientes excepciones, hipostenia general, en su déficit diplomático global, su inmediata puesta en funcionamiento.
Y sobre todo, diríase inexcusable el tratamiento coordinado de los litigios, porque el problema clave –de nuestras “international disputes” , en la traducción convencional, ergo imprecisa, que desestimamos, prefiriendo por su mayor fidelidad “the contentious ones of the Spanish foreing policy” que da título a un libro mío- es que están tan entremezclados, que al tirar del hilo de uno para desenredar la inextricable madeja, a la manera de moderno hilo de Ariadna, surgen de esa madeja sin cuenda, automática, inevitablemente, los otros dos. ¨Ningún Estado permitirá que un mismo país detente las dos orillas del Estrecho¨, en la aproximación alauita, que constituye el punto central de su doctrina táctica (cierto que con España en la OTAN, el aserto podría ser susceptible de segunda lectura) completado por el corolario “Cuando Gibraltar sea español, Ceuta y Melilla volverán a Marruecos”. Asimismo, tras el dato de coincidencia geográfica de los dos grandes contenciosos en el área del Estrecho de Gibraltar (“Ceuta y Melilla y la OTAN”), igualmente se presenta incontornable la conexión rabatí con el tercero: la reivindicación de las ciudades españolas, irrenunciable para Marruecos, depende en imprecisable pero en alta medida, de la resolución del conflicto del Sáhara, que al mediatizarlo prácticamente introduce un elemento añadido de profunda y obscura complicación para la delicada ingeniería diplomática de la zona.
En efecto, la atipicidad internacional de España viene dada por la subsistencia del problema colonial, connotación que si bien comparte con otros cinco estados, hace del país prácticamente el único donde la obligada resolución del expediente se presenta todavía, ya avanzando el tercer milenio, de forma incompleta e insatisfactoria. Podría sorprender que una nación que figura entre las fundadoras del derecho internacional por varios conceptos, comenzando por el más noble, la incorporación del humanismo al derecho de gentes, no haya logrado no ya resolver sino ni siquiera desbloquear, su complicado historial de diferendos. La explicación parece simple y sobrepasa el marco jurídico para inscribirse abiertamente en el ámbito parapolítico, puesto que en las tres principales controversias inciden diversas servidumbres de la política exterior amén naturalmente de algunas de las imperfecciones del ordenamiento jurídico internacional. Y todo ello, nucleado por el factor geostratégico citado, de la confluencia de los tres grandes contenciosos en la misma zona hipersensible.
Hace algún tiempo, el agudo periodista gibraltareño David Eade, en su artículo “The triangle Ceuta, Melilla and Gibraltar: Why Ceuta and Melilla might be Moroccan but Gibraltar never will be Spanish”, se hacía eco de una entrevista mía con la referencia hassaní del factor geostratégico: “Ballesteros is a former diplomat, ambassador, academic, writer and so on and so forth, and his words are listened to in his native Spain”.
No habrá necesidad de añadir que mi propuesta de creación de una oficina, no ha tenido éxito. Sólo una vez, en 1983, con Fernando Morán como ministro de Asuntos Exteriores, cuando yo entregaba en el ministerio lo que más tarde sería el Estudio diplomático sobre Ceuta y Melilla, estuvo a punto de establecerse, con carácter secreto, un Comité del Estrecho, que cubriría las dos orillas, en el que nos integrábamos expertos diplomáticos y militares. Al parecer, una filtración al Faro de Melilla dio al traste con la oficina que quedó así en non nata.
“Supongo que seguirás con tu eterna curiosidad y tu continua dedicación a desvelar las claves de las grandes cuestiones diplomáticas que afectan a nuestro país”, me escribió desde Nicosia, en 1989, Miguel Angel Moratinos, el primer mediador internacional permanente que ha tenido la diplomacia española contemporánea y nada menos que en el conflicto palestino-israelí. El mismo Moratinos se había mostrado de acuerdo en que nos ocuparíamos debidamente de los contenciosos cuando todavía no estaba al frente de Santa Cruz, llegando a decirme que “lo intentaremos cuando yo sea ministro”, pero cuando lo fue, adujo, con innegables cuotas de realismo, que “eran unos temas con una sensibilidad tremenda y que para un político resultaba difícil abordarlos”.
Después, el Instituto de Estudios Ceutíes, en primera línea académica y vivencial de los contenciosos españoles, rubricaba públicamente, en la prensa, mi petición para que se creara la oficina y se me integrara en ella.
El pasado 2015, seguí con atención profesional la entrega de despachos a doce nuevos secretarios de embajada, a los que dedicaría estas líneas de diplomacia crepuscular, para ver qué apuntaba el titular de Santa Cruz sobre el tema clásico e irresuelto, que no irresoluble, de los contenciosos de nuestra diplomacia, siempre en teoría en el frontispicio de nuestra política exterior, con España presidiendo pro tempore el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Bueno, pues ni los mentó, ni siquiera en genérico, en lo que supuso, al menos para mí, una curiosa lección de relaciones internacionales españolas, dicho ello con el tono casi festivo y por supuesto cordial que corresponde a esta crónica menor para profesionales (“El horizonte contemplable y los contenciosos de la diplomacia española”).
Pues bien, para que no sea un artículo predominantemente teórico, introduzcamos un caso práctico, el del más típico de los contenciosos españoles, y preguntémonos ¿Qué puede hacer España para recuperar Gibraltar? Y a quién se lo tenemos que decir: parece claro que a los británicos (y a los llanitos, naturalmente). Con el gobierno inglés semi inoperante por el bloqueo del Brexit, siempre está la vía del Parlamento, como ya escribí hace bastante tiempo, depositario de las tradiciones y también y ese es el punto, del common sense, que habría si no ejercitar, desde luego sí explorar más, rindiendo homenaje al país que, como se acostumbra a recordar, antes se dotó de instituciones representativas, y que como campeones de la democracia, saben bien que se ejerce cuando procede, es decir, cuando no está viciada ab origine por causas exógenas, como es el caso de la población gibraltareña.
Y si me vuelven a invitar los amigos del prestigioso Foro del Estrecho a dar una conferencia por tan gratas latitudes, vería a Picardo aunque fuera tomando café en el Jury´s y le formularía la cuestión desde coordenadas razonables, porque la razonabilidad es clave en tamaña cuestión, es decir, con realismo y generosidad pero también, para evitar equívocos, con la firmeza y el señorío que nos asiste desde que Gondomar esculpiera aquello de “A Ynglaterra, metralla que pueda descalabrarles” y eso que los ingleses todavía no habían tomado el Peñón, sin otra bandera que la de inverecundia.
Todo ello reconociendo que la solución ideal no es autónoma, depende de las partes hasta por definición, como confirman al sernos implacablemente esquivas, tanto la teoría y ahí está Gibraltar y los españoles, de Armangué, con cantidad de propuestas, imaginables y hasta inimaginables, como la práctica, con las políticas de la dictadura y las más variadas de la democracia. Mientras, pagaríamos tributo a su fértil imaginación en el tema, porque mientras la española se ha ido agostando un tanto, la suya les ha llevado a colocar los seis kilómetros del Peñón, siempre en inicua ampliación, entre los más rentables a escala planetaria.
Y, en fin, se les podría reiterar, a parlamentarios y al pueblo llano, pocas veces mejor dicho, y siempre que sea menester, un iter cohonestador y no enfrentador de los dos grandes principios, el de la integridad territorial, que devolvería el Peñón a los españoles, y el de la autodeterminación, que si bien técnicamente no les corresponde a los gibraltareños, por estar incursos en la excepcionalidad en los territorios no autónomos, de no ser la población original, no habría el menor inconveniente en que lo pudieran ejercitar y ser así, británicos o españoles o mejor aún, tener la doble nacionalidad, como ya todo ello se les ha venido ofreciendo.
Porque como acabo de escribir en El final del Sáhara que nunca existió, la hora de los realismos ha llegado de la mano del pragmatismo que conduce a la realpolitik. De la misma forma que en el Sáhara nos adherimos al mal menor para los saharauis con la tesis de la partición, en Gibraltar, a la búsqueda de una solución factible y pronta, pedimos, propugnamos, la colaboración –operativa- de la contraparte.
Ahora, todos estamos de acuerdo en la tremenda influencia que tendrá el Brexit sobre Gibraltar y yo mismo he escrito que “si se produjera, dejaría a los llanitos in the lurch”. Pero también me he visto en la precisión de señalar en La elemental cautela diplomática ante el Brexit sobre Gibraltar, eso, que se impone la elemental cautela, una obligada prudencia, primero, esperando que efectivamente se produzca y después, analizando las condiciones en que tenga lugar, siempre sin perder de vista el casi hipnótico punto de referencia de la “diplomacia mercantilista, de tendero”, con la que sir Harold Nicolson caracteriza el accionar exterior británico.
De ahí, el lamentable episodio final del anterior titular de Santa Cruz, que llevado por su precipitación y con cuestionable estilo diplomático, se apresuró a proclamar que “pondré la bandera en el Peñón”. Ya el mismo Franco, según desvela López-Rodó, advirtió a Castiella que “en Gibraltar el único que no tiene derecho al apasionamiento es el ministro de Asuntos Exteriores”. Y menos, podría añadirse, a entablar debate no precisamente sotto voce con un interlocutor de nivel impropio, todo ello sin mencionar el ¨pondré la bandera¨, con un recusable sentido de la patrimonialización de nuestra sufrida diplomacia en el Peñón, que hubiera quedado mejor con un más discreto “pondremos los españoles la bandera”. Confundiendo un elegante asalto de esgrima en algún gentlemen´s club, en el Reform Club, (“Elegancia, dandismo y diplomacia”) con un vulgar cuerpo a cuerpo dialéctico, lo que ha conseguido el hombre éste (y ha podido ser peor según le insinuó una diputada británica respecto de los sitios en que podría poner la bandera) es que los llanitos, comprensiblemente tocados, mejorando o empeorando, como se quiera, el humor británico con unas dosis del andaluz, le cantaran, es de suponer que regodeándose y para colmo con el tuteo que da la canción, el “No way, José”, como si fuera el butler, ¡el ministro de Asuntos Exteriores de España!…
En fin, rogaría al nuevo gobierno que se ponga en marcha la oficina, porque ése es el interés de España.