La seguridad ciudadana, entendida como la ausencia de riesgo y daño para la integridad física, patrimonial y psicológica de las personas, constituye el servicio público por excelencia en un sistema democrático. Es un requisito imprescindible para garantizar la libertad y, por tanto, la convivencia. Toda comunidad que se precie aspira a que sus integrantes disfruten del mayor grado de seguridad posible. Sin embargo, se trata de un valor social que, por su propia naturaleza, es imposible medir con parámetros objetivos. Su evaluación se dilucida en el ámbito de las sensaciones. Lo que no le resta ni un ápice de importancia a la opinión de la ciudadanía al respecto. Más bien al contrario. La calidad de vida está directamente vinculada a la forma en que cada individuo interpreta su entorno en las dimensiones que prioriza. Por ello resulta patético (como hacen muchos gobernantes) descalificar las quejas sobre inseguridad ciudadana apelando a la subjetividad de los críticos, o a una deliberada exageración de los medios de comunicación. Porque la percepción, aunque subjetiva, está siempre decisivamente influida por los hechos. Valorados en mayor o menor medida, con más o menos intensidad, con diferente criterio; pero hechos al fin y al cabo.
Y el hecho cierto, absolutamente indiscutible, es que la seguridad ciudadana en nuestra ciudad está sufriendo un deterioro progresivo muy preocupante. Los robos y los actos vandálicos de diverso tipo, proliferan exponencialmente; y ello provoca una fuerte desazón, cierta intranquilidad y en muchos casos y zonas, ya, auténtico miedo.
La respuesta de nuestros gobernantes ante el incipiente clamor popular pidiendo soluciones, está siendo sumamente decepcionante. Irresponsable. El presidente de la Ciudad se ha puesto de perfil. Vive feliz en su burbuja de anacrónica megalomanía, al margen del devenir de la calle. Peor aún es la actitud del delegado del Gobierno. Está protagonizando una perfecta exhibición de incompetencia. Sus declaraciones provocan vergüenza ajena en el mejor de los casos. No se conocen sus acciones.
Ante un evidente estado de preocupación de la ciudadanía como el que nos ocupa, los regidores públicos tienen la obligación de ofrecer, en primer lugar, una explicación convincente de lo que está sucediendo, y a continuación, dar a conocer el conjunto de medidas adoptadas para reconducir la situación. El PP de Ceuta, mal acostumbrado por la infinita indulgencia ciudadana frente a sus desmanes, no se siente obligado a nada. Piensan que pase lo que pase, por grave que pueda parecer, al final los ceutíes vuelven al redil de la urna. No hay coste electoral. No hay temor. Por eso se permiten el lujo de la culpable inhibición.
La bochornosa ausencia de los responsables políticos ha sido suplida por otras voces, en una especie de debate abierto. En tertulias y medios se multiplican los creadores de opinión. Todos en la misma dirección. Todos reclaman más Policía y más dureza con los delincuentes. Es otra muestra de la paupérrima capacidad de reflexión reiteradamente expuesta por la sociedad civil ceutí. Nunca se abordan los problemas desde su raíz. Somos incapaces de superar la valoración de los efectos y buscar las causas. Aunque sea muy obvia como en esta ocasión.
La galopante inseguridad tiene su origen en el aumento del estado de necesidad, que se extiende imparablemente como una mancha de aceite por el tejido social. No se quiere entender que el hambre es un potente factor de inducción de conductas delictivas. A menudo se frivoliza en exceso con esta ecuación. Exigimos comportamientos irreprochables a personas a las que somos incapaces de proporcionarles unas condiciones mínimas para vivir con dignidad. Es muy sencillo, y cómodo, agarrarse a un pronunciamiento teórico inapelable sobre derechos y obligaciones ciudadanas, y desentenderse de la desesperación y la impotencia que genera la pobreza.
Y así, hemos llegado al nudo gordiano de esta cuestión. ¿Cómo ha respondido el Gobierno de la Ciudad ante esta ola de sufrimiento que asola a centenares (acaso miles) de familias? De ninguna manera. Su política se mantiene invariable desde hace más de una década. La estructura del gasto público no sufre alteraciones significativas más allá de las impuestas por la reducción de ingresos. Todas las propuestas orientadas a un cambio de prioridades que ponga el dinero allá donde está la necesidad, son rechazadas con soberbia y altanería aposentadas sobre la holgada mayoría absoluta.
Están ciegos. No quieren ver la dramática esquizofrenia a la que nos están sometiendo. Mientras la gente pasa hambre, nuestras autoridades se pasean y presumen de una universidad (que ya tenemos) y de una biblioteca (que ya tenemos) que han costado 40 millones de euros. La “pequeña Disneylandia de Vivas” (situada entre las Puertas del Campo y la Plaza Azcárate) conserva todo su esplendor recibiendo dinero público sin pudor, ajena al sufrimiento y la amargura que causan estragos en el resto de la Ciudad.
La reacción lógica de un Gobierno con un mínimo de sensibilidad social sería la puesta en marcha inmediata de un vasto plan contra la necesidad en sus diversas modalidades, que permitiera a todos los ceutíes vivir dignamente y restableciera el clima de confianza en las instituciones. Pero esto no sucederá. Estamos padeciendo el pensamiento de la derecha en su versión más dura e inmisericorde. Según ellos, los pobres lo son porque se lo merecen. Deben soportar su destino con resignación y sin rechistar. En caso contrario, deben ser carne de presidio. Contra la necesidad, mano dura.
El problema es que esta política está fuera de nuestro marco jurídico, y absolutamente distante de la realidad. Por ello en la práctica carece de efectividad. Los acontecimientos seguirán su curso sin control alguno. Generando frustración e indignación a partes iguales. En espera (esperanza) de que la mayoría social despierte de su prolongado letargo y las cosas puedan cambiar.
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