Categorías: Colaboraciones

Una joya de 149 páginas

Hace unos días, aunque no demasiados, me llamó Ismael Díaz, hijo del escritor Juan Díaz Fernández, para darme las gracias por el artículo que le había dedicado a su padre y que en su día publicó el periódico “El FARO de Ceuta”.

Le respondí que no tenía que darme ningunas gracias, tan sólo había pasado al papel, (es decir, al ordenador) las impresiones, sentimientos y emociones que la lectura de dos libros de su padre, (ambos regalo de la escritora María Manuela Dolón Mendizábal), me habían producido. También le repetí algo que ya había dicho en el artículo de “El FARO”: es lamentable que un escritor de tal profundidad y enjundia no sea más conocido. En el transcurso de la breve conversación que tuvimos me preguntó si conocía el último libro de su padre, “Cambio de residencia”. Le dije que no y él me respondió: “Pues se lo voy a enviar”. Le di las gracias y nos despedimos.
Fue así como, tres o cuatro días después, vino a mis manos esta pequeña joya. Una joya que ni siquiera llega a las 150 páginas -149 para ser exactos-, pero valiosísima por su calidad. La integran trece relatos, todos muy breves –los dos más extensos andan por las quince páginas- y con una característica común que se puede aplicar a cada uno de ellos: son como la vida misma. Al decir que son como la vida misma, quiero indicar que no hay trampa ni artificio en ninguno de ellos, que sus personajes son seres tan vivos y reales que es posible que hoy mismo o mañana se los encuentre el lector en la calle, al entrar en una cafetería o en los grandes almacenes de cualquier ciudad. Otra virtud, igualmente presente en los trece relatos del libro, es lo que yo llamaría la provocación del hambre lectora. El lector termina el relato y desearía que continuase unas páginas más. ¿Qué ocurrirá después?, se pregunta uno al tiempo que cierra el libro. Esto, al tiempo que demuestra que el lector no se ha aburrido mientras leía el relato, es también una invitación para que, al menos los más atrevidos, lo continúen y terminen, cada uno a su manera. Yo he seguido el juego en alguno de ellos y me ha dado unos bodrios literarios que le hubieran hecho reír a su autor. Otra virtud común a todos los relatos es el estilo, siempre ágil, fluido, certero, sin barroquismos ni vetustez de épocas pasadas. También sin esos adefesios lingüísticos que la tele basura y la ignorancia han puesto de moda: “delante mío”, “detrás de mío”, y otras “lindezas” parecidas que el lector no encontrará aquí.
Pero, aparte de estas virtudes, tan evidentes que no hace falta ser escritor para percibirlas, hay otras características que, según el tema, van apareciendo en los distintos relatos y me parece interesante irle desgranando al lector.
La primera de todas, ya perceptible en el primero y el segundo de los relatos, es la crítica social. Una crítica social, sin gritos ni alharacas, en voz baja pero insistente, que afecta más a la ciudad que la zona rural y que deja al lector conmovido ante la brutalidad o la indiferencia del ser humano. En el segundo de los relatos, “Secuencia con saxofón”, uno no puede evitar que le venga a la memoria la famosa frase de Hobbes: “El hombre lobo del hombre”. Lo mismo podríamos decir, páginas adelante, con el titulado “A través de la mira telescópica” o el último de los relatos, “K.O para un negrito”, que cierra el libro.
Otro tema que también se repite es el de la pareja, (entendiendo por pareja él y ella), especialmente presente en el relato que da título al libro, “Cambio de residencia”. Juan Díaz nos ofrece en este relato una visión muy original sobre este tema. Se podría resumir así: en la pareja siempre hay uno que impone su voluntad y otro u otra que, con mayor o menor agrado, la sigue y acepta. En el relato en cuestión es ella la que se sacrifica a dejar Madrid, donde tiene todas sus raíces y amistades, para irse a vivir a una isla, que, sabe muy bien, va a ser un permanente exilio. La única razón de tal desarraigo es su sometimiento: va a la isla tan sólo porque él lo ha decidido. ¿Hasta dónde será capaz de aguantar esta mujer? ¿Cuál será la gota que colmará el vaso? Es una pena que Juan Díaz no haya continuado este relato algunas páginas más porque el tema hubiera dado para una novela.
Otro tema que toca en un relato delicioso es la evocación del pasado. El relato se titula “El Piano” y es este instrumento de música el que le lleva al narrador a rememorar su infancia al lado de su bisabuela que –una vez más- nos sabe a poco. Las dos evocaciones que, páginas adelante, hace Juan Díaz del mundo onírico –la primera en “Luna llena” y la segunda en “Gildo”, el hombre que no tenía necesidad de dormir para soñar-, resultan convincentes, pero en el segundo de estos relatos, toca además un tema candente en la literatura francesa del siglo XX -el del determinismo y libertad-, que a mí en seguida me han hecho pensar en André Gide.
Hay otro relato, el titulado “Nocturno con Robert Redfort al fondo”, dedicado precisamente a mi amiga María Manuela Dolón, que no sé si incluirlo dentro de lo que podríamos llamar la idiotez o la frivolidad humana. La protagonista, cansada de acostarse con diferentes hombres, todos tan insulsos y anodinos como ella, se aburre. Se aburre y ahoga su aburrimiento llamando por teléfono a personas que no conoce a altas horas de la noche. Ya el hecho de decir: “Me aburro” retrata el vacío de su mente. ¿Cómo puede ser que alguien pueda aburrirse en un mundo en el que hay tantas cosas dignas de ver, oír y disfrutar: miles de cuadros maravillosos, libros inolvidables, obras de cine, atardeceres, amaneceres, estrellas, bosques, flores y luceros? La frase, tantas veces oída en boca de personas mediocres, irremisiblemente nos lleva a Machado:
Nuestro español bosteza.
¿Hambre, hastío?
¿Tendrá el estómago vacío?
No, el vacío es más bien en la cabeza.
Juan Díaz, con extraordinaria habilidad y acierto, a través del juego ridículo de las llamadas telefónicas, logra ofrecernos, la radiografía espiritual de esta mujer mediocre, un trabajo difícil, pero bien realizado. Incluso el lector se queda con hambre de saber más.
Otro tipo de mujer muy distinto nos ofrece el escritor en “Byroniana”. Julia Guzmán, la protagonista del relato, es una mujer fuera de lo común –guapa, culta, estrambótica y extraordinariamente libre-, que lleva a sus espaldas el lastre de una niñez marcada por la persecución que sufrió su padre “por razones políticas” (no nos dice más el narrador y es lamentable que no sea más explícito) y la muerte de su madre en sus brazos y en plena calle.  Todo esto lo vamos conociendo a través de las notas al margen que Julia ha escrito en un libro de Lord Byron que un día prestó al narrador y éste jamás le devolvió. La evocación del poeta inglés y la de Julia Guzman, se entremezclan y forman un todo inolvidable. El suicidio de esta mujer extraordinaria pone fin al relato.
No quiero ni puedo terminar este modesto comentario sin aludir a un aspecto de la prosa de Juan Díaz que me ha llamado poderosamente la atención: su habilidad para la descripción –le bastan tres o cuatro líneas para evocarnos una plaza, una calle o la intimidad de un hogar-, la veracidad de sus diálogos –casi nos parece oír hablar, reír o llorar a los personajes- y la profundidad de su pincel a la hora de retratarnos, tanto física como espiritualmente, a cualquiera de sus protagonistas. Valga de ejemplo este retrato de la mencionada Julia Guzman, una mujer que no puede dejar indiferente a ningún lector:
Era ciertamente una mujer de una turbadora belleza, con una insinuante sensualidad, que contribuía a crearle una leyenda de erotismo vicioso que en verdad no tuvo justificación alguna hasta mucho después, cuando ya se hallaba en plena pendiente del hastío y la desesperanza que la llevarían a su lamentable final. Tenía una cabeza altiva y poderosa, con el pelo emblanquecido prematuramente y revuelto siempre como un mar encrespado, que a mí me recordaba a la del Apolo del Belvedere, pero con un aire más dionisíaco que apolíneo, de ménade furiosa o de bacante ebria. Y vestía siempre de un modo estrafalario. Sin ninguna concesión a la moda o a la elegancia femenina.
Todo esto y mucho más contiene, en sus 149 páginas, el libro de Juan Díaz Fernández. Leerlo, aprovechando que el frío de estos días nos impide salir a la calle, es uno de los grandes placeres que nos ofrece este otoño que ya se mezcla con el invierno.

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