El proceso de transformación política de la sociedad española ha sufrido un brusco e inesperado frenazo. Definitivo hasta donde el horizonte permite adivinar. Los partidos del régimen (en sus diversas modalidades) han conseguido contener el ímpetu de la esperanza movilizada en torno a nuevos valores sobre los que forjar un futuro limpio.
El pasado día veintiséis no se disputaban unas elecciones generales al uso. No se trataba (como viene siendo norma desde la transición) de elegir entre matices insignificantes dentro de un mismo orden; sino que, por primera vez, existía una alternativa real que impugnaba el propio sistema. La conjunción de una serie de fenómenos sociales, ya extensamente analizados, había permitido que la implantación de un nuevo paradigma político tomara cuerpo. Se tocaba con los dedos. Lo nuevo tenía opciones de ganar (o de gobernar que en términos políticos es equivalente). El resultado de las elecciones del mes de diciembre supuso un inédito cataclismo que agitó todas las conciencias. En unos casos activó la ilusión (la utopía dejaba de serlo); en otros infundió miedo (atávico vértigo ante lo desconocido); y entre las élites, generó auténtico pánico (a perder todos sus privilegios). Y desde ese instante, se desencadenó una feroz batalla, sin precedentes, en la que el régimen se han empleado a fondo sin escatimar medio alguno por repugnante que fuera. Y que han terminado ganando claramente. La fuerza del cambio ha quedado reducida a una quinta parte del conjunto del electorado. Insuficiente. La decepción ha sido muy fuerte porque no habrá otra oportunidad similar, salvo un cambio drástico de coordenadas internacionales poco previsible.
¿Por qué se ha visto frustrada tan hermosa expectativa? Nunca es fácil interpretar un resultado electoral. No es posible conocer la motivación simultánea de millones de personas que deben elegir una papeleta para solventar infinidad de opiniones, inquietudes y preocupaciones. Por ello todo análisis electoral se circunscribe al ámbito de la conjetura. En el que nada es demostrable, y por tanto, todo razonamiento coherente es válido. Las teorías más contradictorias pueden encontrar acomodo en los mismos datos, a condición de que se lean convenientemente. Por otro lado, resulta ocioso explicar que estas valoraciones sólo se pueden hacer desde la síntesis y la simplificación para poder establecer pautas o dinámicas de carácter general que expliquen las conductas colectivas. Quiere ello decir que cualquier conclusión incluye multitud de excepciones individuales sin desautorizarla.
Sobre las causas inmediatas del fracaso de Unidos Podemos se han vertido ya infinitas opiniones (se seguirán produciendo). Probablemente en cada una de ellas haya una parte de verdad. No voy a repetirlas ni a discutirlas. Muchísimas personas ya lo han hecho mucho mejor de lo que yo podría hacerlo. Sin embargo, sí me gustaría hacer una reflexión sobre esta cuestión elevando la perspectiva más allá del contexto concreto.
Antes de entrar en ello, una anotación insoslayable. Ha quedado definitivamente demostrado que la corrupción no es un elemento influyente en la conformación del voto. La sociedad española ha interiorizado que es intrínsecamente corrupta. Lo ha certificado con la popularización del "todo son iguales" (que en el fondo quiere decir "todos somos iguales"), convertido en axioma. El comportamiento ético no computa como un valor apreciable en el concepto de ciudadanía. La corrupción se sitúa en España a un nivel parecido al fútbol o las noticias del corazón. Ocupa un espacio relevante en la opinión cotidiana; todo el mundo habla de ella (con fingido estupor), permite sublimar todo tipo de complejos y frustraciones, y resulta harto entretenida; pero no es motivo de reprobación social (se entiende y hasta se envidia). La España magistralmente descrita en el "Lazarillo de Tormes" se mantiene prácticamente inalterada. Habrá que esperar otros quinientos años.
A mi juicio, el resultado electoral del día veintiséis de junio, lejos de constituir una sorpresa inexplicable, es el desenlace natural de la disputa porque hunde su raíz en los principios dominantes en este momento histórico.
Un prestigioso pensador, resumía la historia de la humanidad en tres fases. Una primera, definida en torno al estudio del "ser humano". Su concepto vertebraba la vida. Una segunda, cuyo eje esencial era Dios. Se vivía y se moría por Dios. En la tercera (en la que nos encontramos), todo gira en tono al dinero. Es la referencia social por excelencia.
El triunfo sin paliativos del capitalismo en todo el mundo (con sus mínimas excepciones, y sus diferentes matices), no es un fenómeno estrictamente económico, sino que ha supuesto un profundo cambio cultural. Los principios que informan la sociedad se han subvertido sustancialmente. El consumo y la acumulación de riqueza se han situado en la cúspide de la razón de ser de la humanidad, y ello conlleva la sacralización de la desigualdad y la exaltación del individualismo. La solidaridad ha quedado relegada un segundo plano. Ahora se concibe como un valor secundario siempre subordinado al interés particular de cada cual, inapelablemente prioritario (primero "yo", y después todo lo demás). La política en general, y el ejercicio de la democracia en particular, no es ajena a este modo de vida. Es más, es quizá su más claro exponente. La inmensa mayoría de los ciudadanos emite su voto pensando exclusivamente en sus intereses. Quienes anteponen el bien común al suyo propio forman parte de una exigua minoría con claros síntomas de marginalidad.
Este concepto de ciudadanía hace muy difícil (imposible) que en países como el nuestro, se puedan cambiar las estructuras a través de las urnas. El egoísmo exacerbado se ha convertido en la mejor garantía de continuidad del sistema. Es una cuestión de simple aritmética. Las exigencias de los mercados han provocado en España una situación de desigualdad e injusticia social terrible que nadie puede discutir. Pero las víctimas directas se pueden cuantificar en torno a un tercio de la población. Evidentemente, es una barbaridad en términos éticos, pero no deja de ser una minoría en términos aritméticos. A pesar de la magnitud de la crisis sigue habiendo más personas que "viven bien" que personas que "viven mal". Si cada uno vota en función de su propio interés exclusivamente, sin el menor vestigio de solidaridad o empatía, siempre ganarán los que no quieren cambios profundos por miedo a "perder su seguridad" (un medio de vida garantizado). Esto lo que está sucediendo. Con el agravante de que una gran parte de los "de abajo" han perdido la confianza en la política y ni siquiera lo intentan (se abstienen)
Tomemos Ceuta como ejemplo. El cuarenta por ciento vive bajo el umbral de la pobreza (y catorce mil personas están en paro). Estos datos hacen sonrojar a cualquier persona decente. Pero evidentemente, es una cifra inferior al sesenta por ciento de la población que vive muy confortablemente (entre los que destacan empleados públicos y pensionistas). Cuando llegan las elecciones, el bando de la comodidad vota como un ejército disciplinado a cualquiera de sus opciones (transvasables entre sí) para no poner en un hipotético riesgo su estabilidad económica; y sin embargo en el lado del sufrimientos, además de ser minoría, cunde el desencanto, la desconfianza y con ello la deserción. Nunca podrán ganar.
Esta dinámica sólo es reversible en momentos muy excepcionales, cuando los porcentajes de desigualdad se invierten (caso de Grecia, por ejemplo); pero esto no es previsible a corto plazo en España. Las posibilidades de cambio son extremadamente remotas.
No todo está perdido. Es justo valorar correctamente el heroico logro de Unidos Podemos. El hecho de que la "conciencia solidaria" se haya convertido en una fuerza política notable y poderosamente influyente, cuando antes no había pasado de tener una presencia testimonial, es un paso histórico que nos debe animar a redoblar los esfuerzos en la lucha por hacer de la solidaridad entre todos los seres humanos el fundamento de la convivencia. El próximo reto es seguir sumando voluntades para esta causa (una a una) sabiendo superar la impaciencia. Extender la conciencia de que nadie puede sentirse bien rodeado de la miseria y amargura de miles de personas con las que comparte tiempo y espacio (lo único que tenemos). Hay que perseverar en la lucha (sin sucumbir ante la desesperación). Ahora es imposible predecir el cuándo y el cómo. Pero la semilla de esta revolución democrática, germinará.
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