La familia en pleno se reúne en Sevilla para celebrar una, llamémosla, fiesta infantil que hará feliz a mis nietos, Pablo y Marina. Se trata de la primera comunión. Hubiéramos disfrutado aún más, si hubiesen estado mis hijos Manuel y Tatiana, que enseñan Geología y Vulcanología, en la universidad chilena de Atacama, a mil kilómetros de la capital. Ellos, como otros cientos de jóvenes universitarios españoles, forman parte de esa fuga de cerebros que jugaron a la ruleta de salir o morir de hambre y les tocó esta parte de Chile, al norte, en las mismas puertas del desierto. ¿Se harán, en el futuro, chilenos?. Cuando me lo pregunto -y lo hago con mucha tristeza-, me acuerdo de otros, como Joaquín y José Machado, los hermanos de los poetas Manuel y Antonio, que creyeron irse por un ratito a esas tierras, tras la guerra civil, esperando que al cabrón del generalito le entrase una apoplejía. Y allí siguen, criando malvas.
La señora Vela, Secretaria de Estado de I+D+I, está convencida ( yo, por supuesto, no la creo, como a ninguno de los de su tribu), de que esta vez, lo del ratito, puede que sea una realidad y que cuando pase la crisis, estos trasterrados a la fuerza, regresarán. Pero ¿cuándo pasará este tsunami, que está arrasándolo todo, hasta la esperanza de que, alguna vez, dejaremos de ser un pais, sin honra, sin honor y sin vergüenza?. La señora Carmela Vela, al menos reconoce que nuestros investigadores siguen publicando en las mejores revistas científicas del mundo y que, la ciencia española, sobre todo la que se mueve en lo público, requiere de más fondos, agregando doña Carmela que la utilización de ellos, tendría que ser más eficiente y con un mejor criterio, como si esto hubiera sido en el pasado, una viña sin vallas. Recordemos a la Secretaria de Estado que el recorte del actual gobierno ha sido en investigación, de un cuarenta por ciento; y, por consiguiente, la causa de que 11.000 puestos de trabajo a tiempo completo se hayan ido a hacer puñetas. Se acabaron los Cajal, los Ochoa y tantos otros y otras, sin que nadie afile los cuchillos largos. Y allí, en hacer puñetas, está Atacama, y más concretamente la ciudad de Copiapó, sede del campus universitario. La región de la que es diputada una hija de Salvador Allende, pero como si lo fuese de la Alcarria. Toda esta comarca no es de las que más imágenes salen en televisión. Vimos algo, cuando aquellos mineros quedaron sepultados y salvaron sus vidas de una muerte segura, mediante un ascensor, en forma de supositorio, logrando que medio mundo (incluido el mismo Chile) supiera dónde estaba Atacama. Después, ha vuelto a aparecer en pantalla, con ese frívolo París –Dakar, ahora sustituido por tierras andinas. A Copiapó le dedicaron las cámaras sólo unos segundos. Pues bien, ese desierto, donde sólo llovizna cuando Noé celebra aniversario de boda, acaba de sufrir hace unas semanas, de las peores inundaciones que conoce el país. Las imágenes proyectadas es como si un extraño y enigmático tsunami, hubiese penetrado por cauces secos de riachuelos dormidos que, de repente, les dieran por cubrir todo el territorio de un agua fangosa, destructora, maloliente, portadora de los peores gérmenes; aprendices de ríos desde tiempos inmemoriales. La postal era de impresión: un pueblo enterrado en fango, sin agua ni electricidad, con una ley marcial para evitar saqueos en tiendas y supermercados, paradójicamente, vacíos de contenidos imprescindibles. También la Universidad lo ha padecido. Laboratorios inservibles; aulas destrozadas; materiales que quedaron para incrementar colinas de deshechos y alumnos que lo perdieron absolutamente todo. Se quedaron sin nada. La solidaridad universitaria española, en especial la andaluza, ha brillando por su ausencia, aunque aún es tiempo de remediar ese echar la vista a un lado y dejarse del “lo sentimos”, el pésame más hipócrita, repetido por los señores rectores. En las Facultades, la actividad aún no se ha reanudado. Pero ir a Sevilla, también ha creado en la familia, cierta inquietud. La razón no es otra de qué hacer con los perros de nuestra saga. No serán más que dos o tres días de ausencia el que las mascotas y sus amas vean interrumpidas esa felicidad de la que, a diario, se retroalimentan con solo mirarse a los ojos, animal y persona. Lo compruebo a diario y estoy con Milán Kurdera, cuando escribe en La insoportable levedad del ser, que “el amor hacia el perro es voluntario, nadie lo fuerza” . Y lo principal: ninguna persona puede otorgarle a otra el don del idilio. Eso lo hace el animal. Y en ello está el que la protagonista de la novela, llamada Teresa (como mi mujer) llegue a pensar que el amor que siente por su perro sea mucho mejor que el que siente por su marido. Confío que no sea mi caso y el contrincante, Rufo, el amante fiel, el cócker más piropeado desde que baja por la calle Machado, aunque algún malaje no opine de la misma manera. Claro que para esas separaciones dolorosas, “como la uña de la carne”, están las “perreras con encanto”, como los hotelitos. Con todo, en mi familia, eso es como dejar en verano a los abuelos en un geriátrico o sentarlos en un cajón de frutas, en una gasolinera. “Ahora mismito venimos. No te muevas”, dicen los cínicosparientes. Y allí siguen los viejos, desde el verano, observando las subidas y bajadas del gasoil.
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