Ceuta es una Ciudad muy poco proclive a la reflexión. Siempre está secuestrada por la urgencia. Carecemos de voluntad, experiencia y condiciones para pensar colectivamente sobre los fundamentos de nuestro proyecto de vida en común. Por ello, en realidad, nunca sabemos bien lo que queremos. Nos limitamos a afrontar los hechos consumados, con más o menos fortuna, y nunca desde posiciones políticas maduradas, sino improvisando decisiones como consecuencia de extraños procesos de litigios entre intereses particulares dispares e inmediatos. Es necesario opinar y debatir con la mirada en el horizonte. Desde perspectivas todo lo diferentes que se quiera; pero con calma, sinceridad, ánimo constructivo e intereses comunes. Pero no sabemos hacerlo. No hemos conseguido aprender. Aquí el espacio de opinión solo sirve para escarnecer al oponente cuanto antes mejor. Es una pena.
La consecuencia de esta gravísima enfermedad social, es que estamos condenados a vivir en un estado de permanente frustración. Nos movemos entre la nostalgia y la utopía (ambos sentimientos estériles), combinando desesperación e indignación; pero sin saber nunca cual es el camino que deberíamos seguir.
Desde hace algún tiempo (siempre es difícil datar dinámicas sociales, pero podemos hablar de diez años), Ceuta se encuentra sumida en un proceso de redefinición. Son muchos los factores que configuran el andamiaje social que han experimentado cambios sustanciales de manera simultánea. Y este hecho nos obliga, irremisiblemente, a reconstruirnos. Uno de estos vectores, siempre fundamental por su naturaleza condicionante, es el sistema económico. La organización funcional de una comunidad debe adecuarse a su estructura económica, de lo contrario se descose en forma de conflictos y tensiones. Y es en esta cuestión en la que nos encontramos en un punto de inflexión.
La conclusión (más o menos unánime con sus matices diferenciadores) a la que llegamos hace una década, es que el modelo económico de Ceuta se debía sostener sobre una fuerte presencia de la administración pública, y un sector privado (entorno al 50 %) sostenido por la demanda interna, las relaciones (de diversa índole) con Marruecos, y las aportaciones más modestas del sector de la construcción y del turismo. Pero esta hipótesis se ha ido debilitando con el paso del tiempo. La posibilidad de que Ceuta de convertirse en un destino turístico competitivo se aleja cada vez más (en otra ocasión podemos analizar esto con más profundidad y detalle). La construcción, actualmente bajo mínimos, puede reactivarse, pero los daños ocasionados en la estructura del sector son de tal calado que la han convertido en una actividad tangencial. Pero el verdadero problema está en la enorme dificultad para consolidar la actividad generada por las relaciones con Marruecos. Es indudable (los hechos así lo avalan) que la potente capacidad de compra de la clase media emergente marroquí es un yacimiento de riqueza (y empleo) para Ceuta. Aunque puede tener fecha de caducidad en función de cómo evolucione el desarrollo económico de su país a corto plazo, y de la posibilidad de encontrar emplazamientos alternativos (por ejemplo la Costa del Sol o la Costa de Cádiz).
Los acontecimientos que estamos viviendo en la actualidad, como consecuencia del caos fronterizo, parece que han adelantado en el tiempo esta fecha fatídica. Todo apunta a que el problema del Tarajal no tiene solución. O mejor dicho, que ni Ceuta ni España tienen la posibilidad de solucionarlo. Tan sólo podemos aspirar, en el mejor de los casos, a gestionar de la manera más aseada posible las consecuencias de las decisiones de las autoridades aduaneras marroquíes. Es imposible consolidar una actividad económica sobre tamaña inestabilidad. En los mismos términos podemos hablar de la “otra actividad” (la economía del “bulto”), que se mueve exclusivamente al albur de los intereses de Marruecos (y siempre mediatizados por su política de “no reconocer que Ceuta es una ciudad española). Esto es, exactamente, “pan para hoy y hambre para mañana”. Todo esto ya está suficientemente demostrado. Por eso digo que estamos en un punto de inflexión, en el que se impone al análisis sincero y riguroso de la situación del que podamos deducir la “hoja de ruta” más acertada para encarar el futuro.
La primera cuestión que debemos dilucidar es la siguiente: ¿Estamos en condiciones de cambiar la política de Marruecos respecto a todo aquello que tenga que ver con Ceuta, de modo que aceptando nuestra españolidad se puedan “normalizar” las relaciones? Esto sólo sería posible (a mi juicio) cambiando las coordenadas políticas e insertándolo en el ámbito europeo. Si lo mantenemos en las relaciones bilaterales, el pulso está perdido. ¿Tenemos fuerza para impulsar ese cambio? Si somos sinceros, diremos que no. Somos un pueblo dividido, acomodado y desesperanzado. En estas condiciones no se pueden abordar empresas de tanta envergadura (Marruecos es socio preferente de la UE y de los países más influyentes como Francia).
La alternativa (muy triste pero realista) es aceptar que Ceuta no tiene capacidad para desarrollar un sector de economía privada estable y suficientemente consistente. Sin avergonzarnos de ello. Las circunstancias (políticas) que lo impiden no las hemos generado nosotros, ni su modificación está a nuestro alcance. Tendremos que definir (y exigir) un modelo económico para una Ciudad de noventa mil habitantes en el que el peso del sector público se eleve al setenta por ciento del PIB (evidentemente es una estimación aproximada), reservando un realista treinta por ciento para la demanda interna y otros sectores menores complementarios. Y desde ahí, recomponer todo el entramado económico y social desde el principio de igualdad.
Ese diferencial del veinte por ciento (entre capacidad y necesidad), que se produce en estos momentos, es el origen del paro (escandaloso), la pobreza (insufrible), la discriminación (intolerable) y la marginación (repugnante) que nos angustia y nos aboca a un proceso autodestructivo.
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