Opinión

Un presupuesto injusto

El Gobierno de la Ciudad gestiona un presupuesto anual próximo a los trescientos millones de euros. Es una cifra muy importante. Superior a la de cualquier otro ayuntamiento español, medido en términos homogeneidad (por habitante). La tan sobada “singularidad”, traducida en una panoplia de conflictos y remordimientos de diversa naturaleza y magnitud, se intenta aliviar (compensar) y silenciar  con dinero. La política de la casta respecto a Ceuta se fundamenta en el viejo adagio: “las penas con pan, son menos” (no podemos resolver vuestros problemas, pero os podemos indemnizar por ello). Así, desapercibido como una brizna  en la inmensidad de los Presupuestos Generales del Estado, se ha ido generando y fortaleciendo un cordón umbilical entre el tesoro público y nuestras cuentas, más que generoso. Esta pertinaz sobreabundancia ha provocado, como daño colateral, un efecto indeseable (y peligroso). Vivimos en un estado de absoluta laxitud fiscal. Nos hemos forjado la creencia de que “todo es gratis” y cualquier tributo, por modesto que sea, lo percibimos como una ofensa. Insolidaridad devenida en privilegio.

Pero al menos, y ya instalados cómodamente en la peculiaridad, se podría argüir que este sobredimensionado presupuesto tiene una finalidad justa.  Procurar un desarrollo socio económico equilibrado. Una especie de “discriminación positiva” en materia de asignación de recursos.

Y aquí es donde se quiebra el razonamiento. O mejor dicho, es donde el PP quiebra el razonamiento. ¿Cómo es posible que a pesar de tan jugosos presupuestos la brecha de desigualdad no pare de crecer?

El modelo de presupuesto, diseñado y ejecutado por el Gobierno de la Ciudad durante la última década (como mínimo), es un atentado contra el sentido común. Una provocación. No se puede asistir (sin pecado) a un indecente despilfarro de fondos públicos, en lujo, fruslerías  y banalidades, mientras amplias capas de la población sufren en sus carnes los implacables embates de la pobreza.

El concepto de Ciudad propugnado por el PP, en la que están condenadas a convivir inalteradamente entremezcladas miseria y opulencia, no es sostenible a largo plazo. Según ellos, es necesario que el sector más pudiente de la población se “siga sintiendo a gusto”, porque un deterioro acusado de sus condiciones de vida (a costa de destinar más recursos a otras causas) podría desencadenar un proceso de migración que no desean bajo ningún concepto. Este argumento se completa y perfecciona con la creencia de que el segmento más vulnerable se conformará “ad eternum” con ver cubiertas sus necesidades básicas. Se trata de un razonamiento pueril reñido con el más elemental rigor intelectual. No entenderlo así es favorecer que se siga incubando inexorablemente un colpaso social que culminará en un estallido imprevisible. Es cuestión tiempo. Por eso resulta irritante en grado sumo que se muestren tan hostilmente obstinados cuando se les advierte de la necesidad de cambiar las prioridades del gasto.

Amparándose en el único (y pobre) argumento de su respaldo electoral, el PP insiste en su delictivo derroche. Aupados en su irreflexiva mayoría, vuelven a aprobar un presupuesto, en esta ocasión para el año dos mil  diecisiete,  en el que el paro, la pobreza, el fracaso escolar y la escasez de vivienda no encuentran ningún eco. Otro año perdido.

En términos éticos, los presupuestos del PP son una gigantesca malversación de fondos públicos. Desde un sentido práctico, una incitación al conflicto. Se creen con la fuerza suficiente para invisibilizar la pobreza y el sufrimiento. Se niegan a comprender que la Ciudad en la que viven, y que gobiernan, es mucho más extensa, profunda y compleja de lo que alcanzan a ver desde su deformada atalaya de prejuicios. Mientras se afanan en retorcer la verdad con palabras huecas que rebotan en el más duro de los cinismos, la vida fluye por otros derroteros cada vez más inciertos. Prolongar indefinidamente la injusticia nunca dio resultado.

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