Categorías: Opinión

Un país de rodillas

Lo he contado alguna otra vez, pero merece la pena que me repita. Sucedió durante la celebración del III Congreso sobre Inmigración, Interculturalidad y Convivencia aquí en nuestra ciudad, en 2003. Entre otros asistió como ponente el periodista ligado a El País, Javier Valenzuela. Valenzuela, viajero él, decía que se sorprendía sobremanera a la vuelta de sus viajes de que en España todos fuésemos blancos, hablásemos el mismo idioma y vistiéramos de manera más o menos uniforme. Eso, decía, le escandalizaba, pues él venía de países multiétnicos, multirraciales y multiculturales. En aquel año, 2003, Valenzuela ya no ahorraba calificativos como estupenda, grandiosa, fantástica, para referirse a la situación que se estaba viviendo en la sociedad española, en aquel momento, como consecuencia del fenómeno migratorio. Ahora, decía que le gustaba salir de su casa, en Madrid, y encontrarse con todo tipo de nacionalidades, colores de piel, vestimentas, lenguas, etcétera. Pero, eso sí, no pudo responder a la pregunta de un asistente a la ponencia de si en Europa, según Valenzuela, habían domeñado e integrado a los inmigrantes, por qué Francia estaba plagada de guetos de norteafricanos y de africanos de la negritud. Se vio cogido y se escurrió como pudo. La realidad pura y dura lo corneó sin piedad ante el auditorio.
Pero lo más interesante estaba aún por llegar. Sucedió en un aparte, durante un descanso, que tuve con el citado Valenzuela. Entre otras cosas le pregunté a qué colegio asistían sus hijos. Le insinué que según su prédica estarían matriculados en un Centro público con alumnos inmigrantes africanos negros, magrebíes, rumanos, latinoamericanos, etcétera. Su respuesta llegó después de un largo y doloroso silencio: “Mis hijos asisten al Liceo francés”. “Acabáramos, le dije, un colegio de élite”. Se vio cogido otra vez, como cuando le preguntaron durante la conferencia. Le hice ver que su discurso eufórico y triunfal a favor del multiculturalismo y su comportamiento vital no eran coherentes. Entonces, levantose como impelido por un resorte y volviéndose hacia mí disparó abruptamente: “Mi mujer no quiere que vayan a esos colegios”. Es fácil extraer un corolario de esta ilustrativa historia: una cosa es pregonar y otra dar trigo. En la intimidad hasta los que parecen más progresistas abominan de las sociedades multiculturales, multirraciales y multiétnicas. Este es un ejemplo. Hay muchos otros. Esos multiculturalistas “a la violeta” ponen a buen recaudo a su familia. Pero, eso sí, en público pasan por ser los más enérgicos y furibundos defensores de esta intolerable e insoportable invasión-inmigración, que sí hemos de soportar los demás mortales so pena de pasar por racistas, xenófobos e intolerantes.
Circula la leyenda urbana de que uno se cura de la xenofobia y/o del racismo viajando por ahí fuera. Este es un argumento falaz, engañoso. Es todo un sofisma, ya se sabe,  tratar de defender lo que es falso con argumentos o razones aparentes. Cuando usted viaje por ahí, como dice, pregúntele, por ejemplo, al francés, inglés, italiano, alemán, etcétera, de toda la vida, de los de siempre, si están de acuerdo con esa inmigración que se les ha venido encima sin su consentimiento. Pregúnteles.
Estos días estamos asistiendo al asalto de la frontera de Melilla por inmigrantes ilegales. Las fuerzas del orden están desarboladas para contener las avalanchas. Lo miserable del asunto es que, según la prensa, un acólito de la ONG Prodeni estaba apostado ojo avizor para, supongo, tomar nota de cómo eran tratados los asaltantes y si eran expulsados a Marruecos.  Si de lo que se trata es de defender las fronteras de nuestro país ante las invasiones de extranjeros, la pregunta es pertinente, ¿por qué no interviene el ejército? Supongo que para eso están, no sólo para ir a Líbano o Afganistán. En este último país, las tropas españolas han llegado a defender de los talibanes tramos de carreteras. ¿Por qué no las fronteras españoles? Pero ahí no para la invasión, de continuo se están interceptando chalupas cargadas de africanos, menores y embarazadas, sin que el gobierno sepa poner pie en pared y parar esta invasión.
Esta invasión desaforada ha traído como consecuencia las formación de guetos ante la postura irreductible de africanos y ciertos grupos de asiáticos a integrarse y adoptar los usos y costumbres del país al que han llegado. Asimismo, ha suscitado problemas de racismo y de xenofobia. Y, lo peor de todo, es que, como dice Herman Tersch, “civilizaciones avanzadas y libres sucumbieron ante sus enemigos primitivos porque en su bienestar, que creían inmutable, con miedo al conflicto, habían perdido su capacidad de defensa”. En una palabra, esta invasión está conduciendo al declive nuestra civilización ante la pasividad de la ciudadanía aborregada y adormecida. Más claro: las invasiones de inmigrantes con la ayuda de los ciudadanos aborregados, de los políticos, sindicatos, elementos de la iglesia y ONGs han puesto a nuestro país, y a Europa, de rodillas. Esa es la evidencia.

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