En Ceuta todo esta corrupto. Esta afirmación se ha convertido prácticamente en un axioma. La ciudadanía tiene la convicción de que en nuestra Ciudad no es posible hacer nada sin contar con el correspondiente “enchufe”.
Desde la provisión de puestos de trabajo, pasando por la matriculación en un centro docente, hasta la gestión de cualquier trámite menor, siempre es necesaria una ayuda extraordinaria e ilegal; de lo contrario no hay nada que hacer. Esta creencia no es una paranoia, está suficientemente avalada por los hechos. Una muy larga trayectoria de corrupción institucionalizada consentida, cuando no alentada, de manera generalizada, ha cristalizado en una ciénaga insufrible que provoca arcadas. No hay nadie exento de responsabilidad en este asunto. Todos hemos contribuido de algún modo a este desastre. Unos por acción, otros por omisión. Los grados de responsabilidad no son, evidentemente, iguales. Pero lo cierto es que no hemos sido capaces de detener esta metástasis que ha terminado por ocupar todo el espacio público de convivencia. Una Ciudad tan pequeña provoca un contacto tan directo entre las personas y un entramado de relaciones cruzadas entre sí tan inextricable, que dificulta enormemente la lucha contra la corrupción. Denunciar un caso de corrupción (además de la sensación de soledad) implica una enemistad con alguien de un entorno próximo (o muy próximo), una amenaza velada (o menos velada), o un enfrentamiento contra alguien (o contra muchos); que termina por disuadir al Don Quijote de turno (“no merece la pena”). El alud de antecedentes y agravios comparativos es tan extenso y variado que justifica cualquier fechoría. Así la corrupción se ha ido instalado confortablemente hasta formar parte consustancial de nuestra conducta colectiva.
Una de las consecuencias directas de esta fenómeno, que se retroalimente con él mismo, es la desnaturalización de los partidos políticos. Las ideas son una mera excusa. Las formaciones políticas se han convertido en meras plataformas de intereses. La gente (con sus honrosas excepciones, como es lógico) se afilia a los partidos políticos para “ver que saca” de ellos. No es necesario explicar que el efecto de esta malformación es demoledor.
Si esta Ciudad no es capaz de revertir esta dinámica destructiva, está muerta. Es preciso reaccionar de manera inmediata. El horripílate caso del cobro de comisiones por la adjudicación de las viviendas de protección oficial debería ser un aldabonazo definitivo en la conciencia individual y colectiva. Se ha visualizado el límite. Es difícil encontrar un caso de corrupción más repugnante que cobrar a familias humildes unas cantidades prohibitivas, que no tienen (y buscan con un gran esfuerzo endeudándose de por vida), para poder tener un techo. Y así sucedía, como práctica habitual, ante una pasividad generalizada. Pero la prueba irrefutable de la extrema gravedad de la enfermedad social que aqueja a esta Ciudad, están en la forma en que se están desarrollando los acontecimientos del famoso caso de las trescientas diecisiete viviendas. Lo que debería ser una actitud unánime e inequívoca de esclarecimiento de hechos y asunción de responsabilidades, se han convertido en un absurdo debate en el que no pocas personas (y entidades) se ponen de parte de la fraude y la corrupción. Para una parte nada desdeñable de la sociedad, una amalgama de intereses particulares variopintos, relega a un segundo plano la lucha contra la corrupción. Es preferible aprovechar la coyuntura para ajustar cuentas, desgastar al rival u obtener algún rédito. Así los imputados son aplaudidos y vitoreados públicamente. Y los denunciantes son criticados y fustigados. Es difícil concebir un mayor grado de perversión.
Si de verdad apreciamos en algo a esta Ciudad, debemos someternos todos (sin excepciones ventajistas) a un inaplazable examen de conciencia. Y actuar. Aún sabiendo que no existen soluciones inmediatas, y sobre todo, que cada cual pagará un coste por ello. Perderemos afiliados, o votos, o poder, o influencia, o dinero, o amistades, o afecciones, o fama. Pero a cambio, tendremos la satisfacción moral (que no es poca cosa) de haber hecho algo útil pos este pueblo. Se trata de suscribir un Pacto Social por la Honradez. No pedir ni hacer favores que se excedan de lo que marcan las normas. Cueste lo que cueste, y le pese a quien le pese. Tan sencillo como (casi) imposible. En ese casi, nos va el futuro.
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