Categorías: Opinión

Un hombre bueno

Solíamos coincidir para cenar, informalmente, en Florentino. ¿Recuerda, el amable lector, dónde estaba Florentino? Florentino era, en efecto, un clásico en aquellos días. Estaba situado al comienzo, a la izquierda, de la calle Jáudenes, por la parte del Mercado. En aquellos días no se era nadie si no ibas bien a tomar el aperitivo, a comer a mediodía, o a cenar a Florentino. Todo revestido de cierta informalidad, pues era un local alargado, algo estrecho, con la barra a la derecha, según entrabas, y la cocina al fondo del local. Y detrás de la barra se encontraba Florentino, con su delantal inmaculado y con su eterna sonrisa dibujada en la cara. Era una persona agradable y cercana. Natural, según creo, de un pueblo de Valladolid, Peñafiel. El plato estrella de Florentino era carne de jabalí en su jugo. Un plato delicioso que no he vuelto a probar nunca más. Pues bien, volviendo al principio, allí solía coincidir con Juan todas la noches para cenar.
Todo esto sucedía en los primeros años 70. Juan tenía una tienda en los aledaños de la Plaza de Abastos. Se dedicaba, como casi todo el mundo en aquellos tiempos, al bazar. En una carterita de mano, que solía llevar, guardaba algunos relojes último modelo de marca japonesa. Era el tiempo en que empezaban a llegar los relojes de cuarzo, como se decía entonces, supongo que la maquinaria que los ponía en movimiento debía de ser de cuarzo. Allí, en Florentino, mientras esperábamos nuestro plato de jabalí en su jugo, jugábamos a las maquinitas que, por aquel entonces, empezaban a hacer su aparición en Ceuta. Una de ellas era el tenis, y, así, jugando al tenis nos entreteníamos, Juan y yo, durante la espera.
Juan era una persona de hablar y de ademanes pausados. Nunca le oí levantar la voz por encima de su tono habitual. Discreto, prudente y tranquilo. Muy amable. Bastante tímido. Nunca le escuché una crítica sobre nada ni sobre nadie. Solía hacer gala de una media sonrisa agradable. Moreno de piel, espigado, tirando a alto, y alrededor, en aquel tiempo, de veintitrés o veinticuatro años.
Después de cenar los fines de semana en Florentino, íbamos a tomar una copa, que se decía entonces, al Whisky a gogó. Mientras yo me las veía con un gin tonic, Juan trasegaba un whisky. La timidez le podía hasta tal punto que nunca le vi echarse un baile con alguna de las conocidas que se hallaban en la sala. Se limitaba a observar, a hablar cuando era imprescindible, pero siempre con su media sonrisa. Atendía a los numerosos amigos y conocidos que se acercaban y a todos trataba con amabilidad y calidez, pues Juan era un tipo muy popular a su pesar.
Una noche, un amigo, de nombre Curro, apareció en el Whisky a gogó con una bolsa debajo del brazo. Con mucho cuidado, no exento de misterio, extrajo de la bolsa de plástico una carpeta con su disco en el interior, era un long play, como se decía. Era del conjunto Iron Butterfly, publicado a finales de los sesenta, cuya cara b titulada In-A-Gadda-Da-Vida había sido un pelotazo musical en las postrimerías de los sesenta y aún en los comienzos de los setenta. La duración de esa cara b es de unos diecisiete minutos. Rock psicodélico, hard rock o también se le llamaba rock ácido. Pues bien, como no era posible que Pepe, el barman del Whisky, pusiera un disco que duraba 17 minutos, a Juan se le ocurrió la idea de irnos a casa de unos amigos de él, jóvenes también, que vivían en el nuevo edificio Crolba, detrás de la Iglesia de San Francisco. Allá que fuimos, Juan, Curro y yo, y creo recordar que alguno más, al encuentro de aquellos amigos de Juan, que según decía tenían un reproductor de disco de última generación, con columnas-altavoces de tipo profesional. Efectivamente, fuimos recibidos con gran cordialidad por aquellas personas, y, enseguida, después de las presentaciones, se pasó a poner el disco a toda pastilla y a abrir botellas de Chivas. Ya han pasado muchos años, pero todavía permanece en mi memoria la atmósfera cordial y agradable de aquella reunión. Ya serían las tantas cuando salimos del edificio Crolba, más alegres que unas pascuas, en parte, por el whisky que habíamos trasegado, en parte, por la música psicodélica de Iron Butterfly y, sobre todo, por la cordialidad y amabilidad de aquellas gentes.
Nuestra asidua amistad duró bastante tiempo, hasta que un buen día Juan puso sus ojos en una agraciada joven de larga melena rubia, y, a pesar de su timidez, formalizó la relación con aquella chica y se casó con ella. Recuerdo, como anécdota, que la entonces novia de Juan, luego su esposa, tenía un hermano que se paseaba por la ciudad a bordo de un deportivo descapotable blanco como la nieve de marca Triumph. Una vez casado le fui perdiendo la pista y tan sólo lo saludaba de muy tarde en tarde en su Bazar Noelia. Le compré alguna vez un par de cosas y hablamos de pasada de los viejos tiempos y del presente.
El domingo día 12 quedé petrificado cuando vi su esquela en el periódico. ¿Cómo era posible si lo había saludado recientemente? Al día siguiente hice indagaciones para averiguar la causa de la muerte de Juan y, al parecer, fue un fatídico infarto. Han pasado más de cuarenta años del comienzo de aquella amistad, que casi principió en la barra del Whisky a gogó y en la de Florentino. Ni uno ni otro existen ya, y ahora se ha ido un amigo, una buena persona. Un buen hombre. Juan (Jethanand) Dialdas Parwani.

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