Un simple hilo, una línea demasiado fina es la que separa la vida de la muerte. Nuestra soberbia, nuestra avaricia imposibilita que seamos capaces de asumir esto como un hecho, tenerlo siempre presente hasta el punto de que condicione nuestras vidas. Debería ser así, deberíamos ser capaces de vivir una vida acorde a la muerte que nos espera en cualquier momento de nuestra existencia.
Solo así seríamos capaces de sentirnos orgullosos de la sociedad que hemos creado, del mundo en el que nos movemos y no al contrario.
Nuestra vida está demasiado marcada por los intereses. Desde pequeños educamos a nuestros hijos para ser competitivos hasta el punto de que críos de no más de diez años optan por pisotearse unos a otros en vez de colaborar. Es lo que los adultos les hemos enseñado: a ser los mejores, a pisotear al de al lado con tal de llegar a la cima, a que incurran en actos tan ridículos como no contarles los deberes mandados por la ‘seño’ o el trabajo del fin de semana. Lo que tenemos es lo que hemos criado, lo que hemos fomentado. No hay nada tan patético como un club de padres y madres surgido en torno a la plaza del pueblo, ese en el que los unos y los otros hablan de sus maravillosas crías porque son los números 1 en danza, inglés (y ahora lo más es el segundo idioma), deporte... nada que ver con aquellos niños que tan solo invierten su tiempo libre en, ¿cómo se llamaba eso?: jugar. ¿Y los valores, dónde queda la empatía, la solidaridad, la entrega a los demás porque sí, la vida desarrollada a sabiendas de que como ha venido puede irse?
Si estamos criando estas generaciones, no nos asustemos del mundo que nos espera, ni intentemos dar una explicación a los hechos que nos van aconteciendo hasta convertirnos en meros esclavos del sistema que nosotros mismos hemos querido crear. La vida pasa y como pasa se nos va, atrapada en un círculo de miedos y frustraciones, sin haber sido capaces de entender su sentido auténtico, sin haber asimilado el significado que tendría que ayudarnos a no tener miedo a lo que vaya a venir después. Un hilo, un finísimo hilo separa un lado del otro pero somos tan inútiles que ni nos damos cuenta. Tristemente solo la muerte de un ser querido supone el mazazo necesario para escupirnos esta triste realidad. Entonces ya es demasiado tarde.
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